‘El jardín prohibido’
El disfraz de la balada es empalagoso pero su esencia es de un cinismo casi insuperable y la mezcla tiene una fuerza desconcertante
El verano del 76 arrancó fatal. El 22 de junio murió el payaso Fofó. Luego, dos acontecimientos le dieron un vuelco: una niña monísima de mi edad, Nadia Comaneci, logró lo imposible y una canción de origen italiano, El jardín prohibido, se nos metió en los huesos: "No lo volveré a hacer más, lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo".
Se vivía la fiebre del baile agarrado, una institución que marcó de arriba abajo a varias generaciones. En los bailes de mis pueblos, Lechago y Calamocha, todos los veranos destacaba un tema que abría el turno de las melodías románticas. Aquel año, la de Sandro Giacobbe fue esa que, nada más asomar, nos envalentonaba para lanzar la pregunta estrella de mi adolescencia -“¿Bailas?”- que, salvo alguna loca excepción, provocaba siempre la misma respuesta: “No”. El protagonista de El jardín prohibido era un caradura que le confesaba a su amada que le acababa de poner los cuernos con su mejor amiga: “Sus besos no me permitieron repetir tu nombre, y el suyo sí, por eso cuando la abrazaba me acordé de ti”. En ese momento, atontados por la emoción, no reparamos en la hondura de una letra que, sin duda, señala un punto y aparte en la historia del recochineo sentimental. Cuarenta años después, la canción conserva su encanto cursi y, al tiempo, muy divertido: el disfraz de la balada es empalagoso pero su esencia es de un cinismo casi insuperable y la mezcla tiene una fuerza desconcertante.
Hay canciones del verano que nunca te abandonan y se reúnen en el rincón zumbón de tu memoria. Y ahí, El jardín prohibido reina en lo más alto.
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