El filósofo y el pastelero
El mayor peligro es que la disciplina acabe convirtiéndose en un mero adorno, pero un adorno feo, deteriorado y desteñido, bastante pretencioso y desde luego muy ‘kitsch’, como los muñecos que se colocan para rematar las tartas nupciales
Escribía hace unas semanas Germán Cano que la filosofía y su enseñanza constituyen entre nosotros “un adorno anacrónico, pero abrillantador”. La expresión es verdadera y exacta. Llama la atención, sin embargo, la enigmática capacidad que la filosofía contemporánea tiene de suscitar pendencias y de abrirse hueco, en medida nada desdeñable para lo que son sus fuerzas, por entre la azarosa selva de los temas de actualidad. Debido a algún extraño motivo, las noticias filosóficas despiertan interés. El ejemplo más reciente puede sorprender: que el rector de la Complutense se proponga suprimir la filosofía de la lista de estudios merecedores del rango de facultad podría haberse reducido a un episodio sólo interesante para unas pocas docenas de personas, pero lo cierto es que ha sobrepasado con creces esos límites, obligando a tomar partido, de manera no siempre cómoda, sobre cuál es el papel del pensamiento en la sociedad (y también, de paso, el de la sociedad en el pensamiento).
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Otro motivo de sorpresa es que no sólo parece darse en la opinión pública un interés real por estas materias, sino al mismo tiempo un curioso tabú. Si bien es probable que haya en nuestro país un número crecido de personas que no tengan ninguna estima por la filosofía, la vigencia de convenciones culturales muy arraigadas hará que nadie se atreva a expresar semejante opinión, como si fuese vergonzosa o estuviese prohibida. De hecho, los ataques más certeros que se llevan a cabo contra la filosofía, y contra las humanidades en general, suelen efectuarse —como José Luis Pardo ha mostrado estos días de atrás— en nombre del aprecio que por tales saberes dicen profesar sus verdugos. La fórmula es muy conocida para cualquiera que se acerque a estas polémicas: oiremos con frecuencia que la filosofía debe preservarse e incluso fomentarse, pero a continuación se desatará una inundación de empalagosos lugares comunes que desfigurará para siempre aquello que se pugnaba por proteger.
Se dirá, por ejemplo, que la filosofía es muy útil porque forma personas dinámicas y flexibles, no enquistadas en prejuicios paralizantes. O que es muy apta (se hace a veces difícil seguir soportando esta monserga) para favorecer la apertura mental y el espíritu crítico, tan necesarios en los tiempos que corren, de modo que los ciudadanos no vayan buscando sólo dinero y diversión, sino que anhelen algo más. O, ¿cómo no?, para que dispongan de genuinos valores, que preserven de la corrupción y el cinismo. Al final de estas defensas de la filosofía, lo defendido se habrá convertido ya en algo irreconocible: una mezcla de adoctrinamiento edificante, divulgación científica recreativa y refinamiento cultural low cost. Pero la filosofía es todo lo contrario de esta masa de pastelería, y se compone, no en vano, principalmente de ingredientes amargos.
La filosofía se compone principalmente de ingredientes amargos
Es facilísimo empezar una conversación defendiendo con arrebatos coléricos la importancia de la filosofía en la enseñanza media o universitaria y pasar a afirmar, en muy poco rato, que la tarea del filósofo consiste en comentar vídeos con los que los alumnos de Administración de Empresas aprendan las ventajas de ser profesionales responsables. Debería analizarse con rigor lo que ocurre en esos pocos minutos que separan la lucidez de la claudicación, y no hay que olvidar que, muy a menudo, los cultivadores de la filosofía experimentan un mórbido placer (ejemplos célebres no faltan en la historia) proporcionando armas a la ignorancia y a la barbarie. No debe ocultarse a nadie que la filosofía puede ser una cómplice ilustre del terror y de la mentira, pero quizá sea más urgente advertir contra los peligros de la caída en la banalidad. Ese uso inconfundible de la filosofía con el que los lugares comunes más desgastados se presentan (por la autoridad de algún profesor o intelectual de postín) como si fueran pensamientos profundos, ante los cuales es preciso asentir con los ojos humedecidos, constituye, sin duda ninguna, el principal y más correoso adversario.
En los frecuentes debates sobre esta clase de cuestiones se echan de menos argumentos que, en lugar de vindicar la filosofía de manera genérica (tarea que suele ser compatible con la defensa de no pocas actividades sonrojantes), ataquen su galopante banalización, un mal que se manifiesta tanto en la opinión pública como en el entramado académico. Mantener estudios de grado independientes —y, allí donde existen, instituciones que los preserven— es muy caro y socialmente poco funcional, pero no cabe imaginar otra cosa para que siga cultivándose una filosofía digna de tal nombre. Cierto es que ésta debe huir del narcisismo como de la peste —ese “enroscamiento” al que se refería hace poco Arturo Leyte—, aunque no tengo ninguna duda de que, en las circunstancias presentes, tal propósito está mejor servido con dobles grados como los de la Complutense (grados en Filosofía y Derecho, o en Filosofía y Ciencias Políticas, según ha explicado las semanas pasadas José Luis Villacañas) que con fórmulas que hacen de la repetición de las palabras “dinámico” y “flexible” el mantra bajo el que la filosofía se acaba convirtiendo en un mero adorno, pero un adorno feo, deteriorado y desteñido, bastante pretencioso y desde luego muy kitsch, como los muñecos que se colocan para rematar las tartas nupciales.
Los lugares comunes más desgastados se presentan como si fueran pensamientos profundos
Las facultades de filosofía de la España de estos años no han tenido nada que ver con las que en 1968 hicieron que Manuel Sacristán abogase por unos estudios filosóficos reducidos al postgrado. Han sido, por regla general, instituciones en ebullición intelectual y política y con elevado nivel académico, todo un magnífico anacronismo en una enseñanza superior bajo subasta permanente. Desde luego, en las universidades preocupadas por la competitividad y la sumisión al mercado no habrá nunca facultad de filosofía, aunque sí sucedáneos baratos. Del dinamismo y de la flexibilidad se ha hecho un uso demasiado asiduo y destructivo en la universidad europea (y, desde luego, en la española) de los últimos veinte años para que podamos usar estos términos sin extremar las precauciones. Son los ejes en torno a los que gira toda una poderosa ideología, quizá la más avasalladora de nuestro tiempo. Pero conviene advertir que no pocos filósofos (mundanos y académicos, cientificistas y literarios, moderados y radicales) dedican la mayor parte de sus afanes al perfeccionamiento y difusión de este entramado ideológico, contagioso como pocos. Por eso la batalla no está entre la filosofía y sus enemigos, sino entre los filósofos que se desviven por ponerle una guinda encima (además bastante rancia) al fast food de la mentalidad dominante y los que se esfuerzan por combatir la adicción a esa clase de dieta.
Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid.
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