¡Dejad que los niños se acerquen a la ciudad!
Por José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz *
La relación entre la ciudad y los niños, que en otros tiempos fue muy intensa gracias al juego infantil que ejerció como motivo conductor, se encuentra actualmente en estado crítico. Las siguientes líneas son una reivindicación para que nuestras urbes consideren en su diseño las necesidades de sus más pequeños ciudadanos.
El juego es una actividad imprescindible para el ser humano y que resulta fundamental durante su infancia. Para los pequeños, es una dedicación placentera y divertida con la que, inconscientemente, cumplen una misión sociabilizadora trascendental, ya que, bajo su apariencia inocua, el juego constituye un aprendizaje esencial, una simulación por la que los niños van adquiriendo conciencia del mundo que les rodea. El juego es una interpretación sobre comportamientos, que educa y prepara a los futuros ciudadanos, experimentando reglas y límites, aprendiendo a cooperar, a plantear estrategias, a ganar y a perder, a descubrir vocaciones y recrear profesiones, etc. Y en estas prácticas, el espacio urbano ha sido un escenario primordial.
Porque hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los niños jugaban en la calle, y lo hacían solos. Sus padres les advertían de que tuvieran cuidado para no hacerse daño y los dejaban ir sin mayores precauciones. Entonces, pandillas de niños se lanzaban a la exploración de su entorno próximo, porque no solían alejarse demasiado de su centro de referencia, cuyas calles eran su improvisado patio de juego. El niño se adentraba así en territorios ignotos para descubrir la complejidad social y la diversidad que existía más allá de su entorno familiar. El espacio urbano se prestaba como escenario para el juego, recibiendo un beneficio colateral, porque, en sus idas y venidas, los niños comenzaban a apreciar la ciudad. Se instruían en sus condiciones, aprendían a orientarse, se ejercitaban en su funcionamiento y demás consideraciones prácticas, pero también se establecía una vinculación afectiva con el espacio. Los niños, gracias a su fantasía desbordante y a una mirada impregnada de imaginación y emotividad, convertían las calles en escenarios mágicos que quedaban indeleblemente fijados en su cabeza. Por eso, los lugares frecuentados en la infancia conservan durante toda nuestra vida un halo especial, y la memoria del adulto rescata los recuerdos atesorados en cada lugar para actuar, a la manera de las migas de pan de Pulgarcito, como una guía emocional de regreso “a casa”.
Pero hubo un momento en el que las calles se volvieron inseguras para los niños. Los peligros que les acechaban aumentaron (o al menos la percepción de los mismos). Además, esta percepción de riesgo se agravó porque nuestra sociedad ha elevado a los niños desde la categoría de príncipes a la de reyes, implicando una sobreprotección que provocó un éxodo infantil que concluiría con su desaparición del espacio urbano. Las calles cedieron el protagonismo absoluto al automóvil incrementando la probabilidad de accidentes y también se instaló un temor hacia perturbados “hombres del saco”, que siempre han estado presentes pero que, ahora, los medios de comunicación llevan a primera plana cada vez que actúan y la sociedad es más consciente que nunca de su existencia.
Pero la inseguridad no es la única causa ya que también han contribuido cuestiones sociológicas, con cambios en las estructuras familiares, en los hábitos de vida o en la economía. Ciertamente el entorno social era diferente del actual. Los lazos entre “vecinos” (con la presencia permanente de madres todavía no incorporadas al mercado laboral) o la cercana relación con los “tenderos” de un comercio de proximidad diverso e intenso, han ido desapareciendo. Incluso los objetivos del ocio infantil han cambiado bajo la obsesiva necesidad de aprovechamiento del tiempo. El juego, que aparenta ser improductivo, sucumbió frente a extensas actividades extraescolares repletas de idiomas, deportes u ocupaciones “útiles” (por lo general celebradas en colegios perfectamente custodiados). Tampoco son desdeñables los planteamientos funcionalistas esgrimidos por los diseñadores de la ciudad durante el siglo XX, que la zonificaban en espacios de uso exclusivo frente a la antigua multifuncionalidad, dejando las zonas de ocio de adultos e infantiles, también sectorizadas.
Como consecuencia de todo ello, los niños acabaron, mayoritariamente, recluidos dentro de sus casas, donde un emergente mundo audiovisual (principalmente la televisión), así como la aparición de una nueva generación de entretenimientos digitales, los ancló a sus hogares. Solamente los más pequeños serían enviados a esos mini parques temáticos funcionales, pequeños corralitos perfectamente delimitados por vallas de colorines, distribuidos por los barrios y en los que una serie de aparatos (columpios, toboganes, etc.) servían para el entretenimiento infantil bajo la atenta mirada de sus vigilantes padres (con muy poco margen para la imaginación y el descubrimiento o la relación intergeneracional).
La calle y el barrio quedaron fuera de la experiencia infantil y aunque con la adolescencia retorna la relación con la ciudad, esta ya es muy diferente. Porque el adolescente ha cambiado su mirada hacia lo que le rodea, siendo más posibilista y pragmático, perdiendo la magia y gran parte de su capacidad de asombro, lo cual dificulta el establecimiento de lazos afectivos intensos.
Con todo, los niños se ausentaron de la ciudad, y esta dejó de considerarlos, convirtiéndose en un lugar inhóspito para ellos. Pero esta situación conlleva un riesgo grave para la ciudad porque los lazos entre las personas y su territorio patrio son uno de los vínculos más poderosos que identifican a una comunidad. Y su fortaleza se basa en la afectividad.
Por eso, la ciudad mira con inquietud a esos futuros ciudadanos criados con desapego hacia ella. Porque difícilmente se puede llegar a amar lo que no se conoce. La ciudad necesita recuperar la estima de sus ciudadanos y para ello debe empezar con los niños, puesto que dependiendo de cómo la ciudad atienda a sus ciudadanos más pequeños, estos la cuidarán en el futuro.
El espacio urbano reclama su derecho a que los niños se acerquen a él. ¿Se puede incorporar la visión infantil al diseño de nuestras ciudades? ¿Pueden las nuevas tecnologías ayudar a mejorar la seguridad de los espacios? ¿Podemos generar recorridos adaptados? ¿Podemos imaginar otra forma de interactuar entre la ciudad y los niños? Se trata, en definitiva, de crear una ciudad inclusiva, en la que los niños sean capaces de reencontrar la magia y el aprecio por sus espacios.
(*) José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz son arquitectos y urbanistas. Su faceta profesional, dedicada a la transformación creativa de las ciudades y los territorios, se ve complementada con su dedicación a la docencia universitaria. Desde su blog urban networks realizan una labor divulgativa sobre el mundo de las ciudades y la reflexión urbanística.
Comentarios
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.