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Tribuna
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El beso del salmón salvaje

Las convicciones de los ganadores del 'Brexit' son una subespecie moderna del delirio

Theresa May, primera ministra británica, recibida por François Hollande en El Elíseo.
Theresa May, primera ministra británica, recibida por François Hollande en El Elíseo.S. SAKUTIN (AFP)

Antes de que ocurriera el Brexit, uno de esos posibles momentos de eclipse de la razón —como los denomina George Steiner—, Boris Johnson, ex alcalde de Londres, nuevo ministro de Asuntos Exteriores, daba un beso simulado a un salmón salvaje. El populismo, ya se sabe, no tiene límites bien cartografiados. La foto del líder conservador sujetando a un salmón entre sus manos, y haciendo como si le estampase un ósculo, fue uno de esos signos de una historia llena de tirones. Boris Johnson, el superhéroe del Brexit, el que hacía campaña hasta en una pescadería del mercado londinense de Billingsgate, tras su aparatoso triunfo cayó en la red de otros pescadores tories. Su amigo y rival Michael Gove lo declaró inapropiado como primer ministro, y días después el propio Gove, hijo de un antiguo vendedor de bacalao, descontento con la UE, caía derrotado por dos damas entre las que al final se ha impuesto Theresa May, la más parecida en muchos aspectos a Margaret Thatcher. De hecho le ha faltado tiempo para encargar a Johnson el Foreign Office, convirtiéndolo en el jefe de la nueva marca británica.

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Otra cosa es lo que se pretendía con gestos para la galería como los de Boris Johnson y los de otros adalides de la pesca con caña y el salto al vacío. Se hace como si se besa a un salmón salvaje (se supone que escocés) y en realidad se evoca a los caballos de los lanceros bengalíes. Se diría que en la parte profunda del iceberg del Brexit se ha sentido la nostalgia por el mundo de Kipling y del pastel de riñones de un pub. O sea, lo imperecedero. Y los que vengan detrás que arreen.

Sin embargo, más allá del salmón salvaje y de una cuestión estrictamente económica, en la partida del Brexit ha habido símbolos victorianos, y también síntomas poco halagüeños de xenofobia. Como siempre conviene ejercer la duda, y más en el país del padre de Hamlet, pero el Brexit, que no ha hecho más que empezar, tiene semillas semejantes. Las que contienen una nueva manifestación de esos grandes emparejamientos propuestos por Lévi-Strauss: afirmación y negación, orgánico e inorgánico, derecha e izquierda, antes y después… George Steiner admiró siempre ese discurrir del antropólogo francés sobre “las polaridades fundamentales que estructuran el destino y la ciencia del hombre”. Pues bien, una polaridad es la que ha explotado en el Reino Unido, una que ido más lejos de la papeleta de leave o remain, salir o quedarse en la Unión Europea. Es ellos y nosotros. Algo menos metafísico que el ser o no ser.

Tal vez en el referéndum haya funcionado incluso lo más increíble, la nostalgia del paraíso

La espoleta del Brexit tardará en saltar al menos los dos años que faltan para la desconexión completa con la Unión Europea. Pero entretanto sorprenden los análisis que indican que no han sido los británicos más ricos quienes han inclinado la balanza del lado de irse. Al contrario eso se habría debido al voto de gente tocada por la crisis en alguna medida, gente por ejemplo de Birmingham o de Liverpool, antiguas grandes ciudades, llenas de nostalgia del tiempo pasado, además de su afición al té o a la cerveza, o por las dos. Sumado lo cual al fish and chips y a otras cuñas que imprimen alguna clase de carácter británico, si no algún rincón de la psique de una gente que no está acostumbrada a perder.

No debieron ser pocos los ganadores del Brexit que deslizaron en la urna sus dudas y reticencias sobre el futuro de la economía comunitaria, y su crítica sobre la gestión burocrática de Bruselas, y sobre la pretendida pérdida de soberanía de su país. No creo que todas esas convicciones hayan sido tan rocosas como un Gibraltar, sino una forma de diluir una especie de ansia nerviosa de espacio vital. Una subespecie moderna del delirio. Pues es como si de nuevo en Europa volviese a picar ese pez, o sirena, o monstruo del lago Ness. Como si otra vez llamase a la puerta el viejo concepto de lebensraum, esa falsa falta de espacio vital con la que Hitler movilizó a los alemanes con los deletéreos resultados que se conocen.

¿De verdad es el espacio físico el que inquieta, o son las bocas que respiran en él? Desde 1993 a 2014 se ha doblado la población nacida fuera del Reino Unido (pasando de 3,8 millones a 8 millones). Por supuesto hay otras cifras sobre el aumento de los inmigrantes en Gran Bretaña. Por vías oblicuas, como las de un Brexit, y sus muchas secuelas, lo que se presenta es el rechazo al tema de los otros, con la xenofobia que lo recubre, y el racismo más o menos atenuado y que se quiere camuflar. Ese es el verdadero fantasma de la ópera que recorre Europa. El que vuelve a pasearse disfrazado con toda clase de paños calientes. A algunos, muchos, de los recalcitrantes antieuropeos británicos, les ha parecido, y así lo han expresado, que su país está lleno hasta la bandera de gente, como si ya no cupieran más brazos, y lenguas, y distintas ganas de vivir y de entender el mundo. Pues bien, en ese paquete va desde la trillada acusación a los inmigrantes de quitar los trabajos a los nativos, hasta la figura de Sadiq Khan, el nuevo alcalde de origen pakistaní elegido en Londres, a barrios enteros donde lo británico ha pasado a ser un pálido recuerdo. Bien, pero esa es la realidad con la que hay que vivir.

Tal vez en el referéndum haya funcionado incluso lo más increíble, la nostalgia del paraíso perdido, la de aquella Gran Bretaña que gobernaba las olas, y de cuando Calcuta era la capital del British Raj en la India. Y de cuando Inglaterra tenía que soportar la pluma del irlandés Swift, y las andanzas de su personaje, el viajero Lemuel Gulliver. He ahí un inglés intachable, buen marino y cirujano. Pero en otra tierra, la de los houyhnhnm, o caballos, a Gulliver le llamaban yahoo, es decir, hombre, un hombre que servía como un caballo. Era un mundo al revés, un Brexit también: los caballos eran los amos y los hombres unas bestias de carga. Los caballos, y eso lo tuvo que soportar Gulliver, poseían un comportamiento “tan ordenado y racional, tan perspicaz y discreto”, que dejaban a los hombres, y sus relinchos, por imposibles.

Gulliver, antes que Alicia, dio la vuelta a países como Liliput y Brobdingnag, enseñando que la estatura nada tiene que ver con la inteligencia. Ni por supuesto, el color de la piel. Ni la miseria que se arrastra. Cierto es, como escribió Swift, que no existe un continente entre California y Japón, ni anda allí entonces el país blanco, puro, inmaculado (o casi), con el que sueñan los aislacionistas. Estos ya se sabe quiénes son: los que quieren dar un beso al salmón salvaje en los morros y que salga en la foto. Todo sea por ganar y por inmortalizarse. Lejos de eso, los caballos de Gulliver dan una lección: hablan pausadamente de las ventajas del multiculturalismo. Advierten incluso que no puede haber islas aisladas en este mundo.

Luis Pancorbo es autor de Mapamundi de lugares insólitos, míticos y verídicos (2015). Fondo de Cultura Económica.

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