Por qué no soy antiisraelí
Las etiquetas anulan la posibilidad de discutir sobre los problemas e imponen el modelo binario de 'nosotros contra ellos'
Recientemente me enteré de que había obtenido el Premio Charles Bronfman. Es un galardón que recompensa una labor humanitaria inspirada por los valores judíos, y me sentí abrumado. Varios medios dieron la noticia, y hubo un titular concreto que me llamó la atención: “El autor antiisraelí Etgar Keret obtiene el Premio Bronfman”, proclamaba FrontPage Mag, un sitio web conservador. Mientras hojeaba el artículo y los comentarios en la Red (en una discusión sobre la mejor forma de conectar con mis libros, un lector sugirió tirarlos al retrete y orinar encima), me puse a reflexionar sobre el término anti-Israel. Por lo visto, una persona no puede opinar sobre Oriente Próximo sin que a toda velocidad le tachen de antiisraelí o antipalestino (o, a veces, de ambas cosas).
Todos estamos familiarizados con el prefijo anti. Sabemos lo que es ser antisemita, antigay o anticomunista. ¿Pero qué quiere decir exactamente ser antiisraelí? Al fin y al cabo, Israel es un Estado, y no es frecuente encontrar a alguien que sea antisuizo o anti-holandés. A diferencia de lo que ocurre con las ideologías, que podemos rechazar de plano, los Estados son entidades complejas, polifacéticas y heterogéneas. Por ejemplo, podemos estar agradecidos a los holandeses de que escondieron a Anna Frank y, al mismo tiempo, criticar a los que se integraron de forma voluntaria en las SS. Puede encantarnos el talento de sus futbolistas pero no tanto sus quesos curados.
Por lo que a mí respecta, no existe diferencia entre ser pro-Israel y ser promujeres de grandes senos. Ambas actitudes son igual de simplistas, tan chovinista una como machista, la otra. Me parece asombroso que mucha gente insista en etiquetar mis opiniones de forma tan superficial. Yo quiero a mi esposa, pero no soy proesposa, sobre todo cuando me regaña sin razón. Tengo una relación tirante con mi nueva vecina, cuyos perros dejan sus restos delante de nuestro edificio, pero no puedo decir que sea anti- ella.
Lo cual me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué la gente se niega a aceptar una perspectiva tan reduccionista en casi todos los aspectos de su vida y, sin embargo, la adoptan sin rechistar cuando hablamos del conflicto israelo-palestino? ¿Por qué tantas personas se horrorizan ante la muerte de niños palestinos o por la muerte de niños israelíes en atentados, porque apoyan férreamente al pueblo palestino o la nación israelí, y no porque les importen igual las vidas inocentes?
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Mi teoría es que, en los dos bandos, hay demasiada gente cansada de discutir con seriedad y a la que le resulta más fácil exigir un discurso tribal, similar al apoyo incondicional de un hincha deportivo a su equipo. Así se impide desde el principio la posibilidad de criticar al grupo que se apoya e incluso, tal vez, se exime de expresar cualquier empatía con el otro bando. El recurso al pro o al anti pretende anular las tediosas discusiones sobre asuntos como la ocupación, la coexistencia o la solución de dos Estados y sustituirlas por un sencillo modelo binario: nosotros contra ellos.
Que la sociedad israelí evita las complejidades y las ambivalencias de una introspección sincera se vio durante el debate surgido después de que un soldado de las Fuerzas de Defensa, Elor Azaria, disparara y matara a un terrorista herido en Hebrón. Sus partidarios se concentraron bajo el lema: “El soldado es hijo de todos nosotros”. Los manifestantes no se molestaron en examinar las sutilezas de los argumentos morales ni legales; bastaba con declarar que era su hijo virtual y que daba igual la realidad, lo importante era estar a su lado.
Ahora bien, ¿eso es verdad? Esta es una pregunta inevitable, y que tal vez refuerce mi imagen de anti-Israel. Si su hijo disparase contra un terrorista desarmado, ¿su amor por él le haría justificar sus actos? Es una tesitura difícil, pero si uno, a pesar de querer mucho a su hijo, condenara sus acciones, no por ello se volvería antihijo. Para ayudar a los aficionados a las etiquetas simplistas, me gustaría sugerirles una tercera opción, que podemos llamar ambi. Los términos ambiisraelí o ambipalestino querrían decir que nuestras opiniones, aunque firmes, son complejas. Las personas ambi pueden apoyar el fin de la ocupación y condenar a Hamás; creer que el pueblo judío merece un Estado pero que Israel no debe ocupar territorios que no le pertenecen. Esta etiqueta, cuidadosamente aplicada, nos permitiría profundizar en los argumentos esenciales, en lugar de limitarnos a arrojar agua unos a otros por donde no cubre.
Etgar Keret es escritor. Su último libro es Los siete años de abundancia (Siruela).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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