A pocos metros del centro de tratamiento de ébola de N’zérékoré se habilitó un cementerio con una parte cristiana y otra musulmana. Allí, entre la tupida vegetación, eran enterrados los cadáveres con todas las medidas de seguridad. Decenas de tumbas con su correspondiente identificación surgen aquí y allá y revelan el drama de lo sucedido en este pueblo, cada una es una historia por contar. Hoy, un plomizo silencio reina en este rincón del bosque y nadie se acerca al lugar. El miedo sigue haciendo estragos.José NaranjoDurante meses, el flujo de pacientes al hospital de N’zérékoré se vio interrumpido. Nadie quería acudir a un centro por donde pasaban los enfermos de ébola antes de ser derivados a los centros de tratamiento. Otras enfermedades como la rubeola o la tosferina florecieron en la región. Hoy, Alima apoya las urgencias y la hospitalización pediátrica con material y recursos humanos y ha conseguido que la población vuelva a confiar. En la imagen, tiendas montadas por esta ONG para atender a los niños enfermos de malaria.José Naranjo Aquella mañana de octubre de 2014, Ibrahima Soum Soumaoro, periodista de la radio local FM Liberté de 32 años, casado y con dos hijos, arrastró su cansancio y su pesadumbre durante cuatro kilómetros, la distancia que separa su casa en N’zerekoré del hospital. Tenía fiebre y un dolor de cabeza insportable, pero quiso ir a pie para no contagiar a nadie. Tres días antes su padre había muerto de Ébola y se temía lo peor. Las pruebas confirmaron el contagio y Soum pasó diez días en el centro de tratamiento de Gueckedou. Ahora trabaja como promotor de salud para la ONG Alima, convenciendo a sus vecinos de la importancia de seguir alerta. La vida sigue.José NaranjoEste pueblo de la Guinea Forestal vivió el último rebrote de la devastadora epidemia de Ébola que ha costado la vida a más de 11.000 personas en África occidental. Fue en marzo pasado y murieron nueve personas. Prácticamente todos los vecinos fueron puestos bajo vigilancia y un cordón sanitario limitó los movimientos en torno al pueblo. Ahora, los campesinos acuden a sus cultivos, las mujeres venden verduras en los cruces y los niños acuden al colegio. Pero la huella de lo ocurrido sigue muy presente.José NaranjoKoumassadouno Sáa Yawo está feliz como todo recién casado, pero sigue echando de menos a su padre. Cuando el viejo enfermó, Papus (así lo llaman), de 27 años, se ocupó de acompañarlo a Conakry, la capital. Pero no hubo tiempo, cuando llegaron a Mamou, a mitad de camino, ya estaba muerto. “Había oído hablar del ébola pero no me lo creía”. Tres días más tarde empezó aquel dolor de cabeza que no se iba con nada. Cuando empezaron los vómitos y la diarrea oscura, Papus pidió que lo llevaran a Gueckedou donde se encontró con el chófer que llevó a su padre. Ahí empezó a entender. “Me pasaba los días sentado afuera, no quería entrar en la tienda, pensaba que si me acostaba iba a morir”. Hoy trabaja como promotor de salud para Alima, “estaba muy enfadado con el virus y quería combatirlo de todas las formas posibles”.José NaranjoLudovic Ouloi es el secretario ejecutivo de la Cruz Roja en N’zérékoré y, durante la epidemia, quien coordinaba el traslado de enfermos, la descontaminación de las casas y los entierros seguros. Su esposa y sus dos hijos abandonaron la casa por presión de la familia. Otros voluntarios fueron expulsados de sus domicilios o se les prohibió volver a sus pueblos. “Ahora se reconoce nuestro trabajo, pero hemos pasado tiempos muy difíciles”, asegura.José Naranjo“Daba miedo toda esa gente vestida de blanco, estaba convencida de que iba a morir”, asegura Manema Soumaoro, de 36 años, casada y madre de nueve hijos que trabaja recogiendo grava que luego vende para la construcción. Se contagió cuidando a su padre en noviembre de 2014 y cuando llegó al centro de Gueckedou, vomitando y ardiendo de fiebre, no podía apartar la vista de esas personas vestidas como astronautas. “Me dijeron que eran seres humanos como yo, que estaban allí para curarme y yo hice todo lo que me dijeron”, recuerda. José NaranjoCuando Moussa Kámara llegó a Macenta para asistir al entierro de su tío le tocó dormir en la cama del finado. Ni en sueños pensó que esa sería su condena. Diez días más tarde estaba tan enfermo que no podía ni ir a ver su madre, también contagiada en el mismo funeral al igual que su segunda esposa. Ellas murieron pero él logró sobrevivir. Al regresar a N’zérékoré los vecinos iban a verlo como si fuera un fantasma salido de la tumba. Durante tres meses se encerró en casa porque todos le temían hasta que decidió reabrir su carpintería. Un año entero pasó sin clientes, viviendo de la caridad; de los 18 aprendices que tenía sólo le quedaron cuatro. Ahora sillones y camas vuelven a salir de su pequeño taller.José NaranjoA Tonhon Bolamou, de ocho años, lo único que le interesa es volver a ver la película de Kirikú. Para hacer más llevaderas las dos semanas que estuvo en el centro de tratamiento de N’zérékoré le llevaron un reproductor de DVD y cada día disfrutaba con las aventuras de este diminuto héroe africano. Ahora lo echa de menos. Hace más de un mes que salió de su aislamiento, finalmente curada, y lo que más recuerda es lo bien que la trataron sus cuidadoras, Gopouna, Valery y Teophile. Ahora lo que toca es ir al colegio en Koropará. El revuelo a su alrededor, eso es cosa de adultos.José Naranjo