Brexit: el valor de quedarse
El referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea no significa que la legítima aspiración a la separación pueda considerarse moralmente superior a la permanencia dentro del proyecto europeo
Daniel Innerarity, con su habitual brillantez, ha saludado en estas mismas páginas la celebración del referéndum sobre la permanencia de Reino Unido en la UE. Innerarity aúna dos argumentos en su razonamiento; por una parte, las bondades de la posibilidad de salir de la UE y, por otra, los efectos positivos del referéndum porque activa una discusión sobre la UE que la politiza (frente a visiones tecnocráticas). Ambos argumentos son cuestionables, como también lo es la suma de los dos.
Sobre las bondades de la salida, comencemos por preguntar ¿por qué un Estado querría irse de la UE? Albert Hirschman explicó la motivación básica de la “salida” desde la perspectiva de un cálculo instrumental/racional. Ante el deterioro de un producto u organización, el consumidor o miembro puede optar por dos estrategias: demandar mayor control sobre la organización/producto (estrategia de voz) o salirse, abandonar el producto u organización. ¿Qué es lo que hace que un actor opte por una u otra opción? Primero, que la opción salida esté disponible o no. Esta ha sido siempre posible en la UE (aunque los juristas han discrepado sobre las condiciones de su ejercicio antes de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa). La disponibilidad de la opción salida crea efectos más allá del mero abandono de la organización: Hirschman argumenta, y la teoría del diseño constitucional así lo ha constatado, que la inserción de cláusulas de salida incentiva el comportamiento estratégico (la extracción de concesiones por parte de aquellos que amenazan con salir). Segundo, la predisposición a utilizar la salida disminuye con el desarrollo de la “lealtad”, un tercer concepto hirschmaniano que no significa “virtud” sino la predisposición a corregir el deterioro del producto u organización.
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El planteamiento de Hirschmann ilumina el caso del Brexit. El diagnóstico sobre el “deterioro” de la UE está extendido y es conocido; tiene que ver con las carencias democráticas, la hiperburocratización, la gestión de la gobernanza macroeconómica y fiscal, la crisis de los refugiados, etcétera... Paradójicamente, Reino Unido se ha visto afectado menos que los otros miembros de la UE gracias a las exenciones y excepciones (las salidas “parciales”) que ha ido construyendo desde el Acta Única Europea (1986); por ejemplo, el Gobierno británico se negó a colaborar en los rescates fiscales de los miembros del euro o a participar en el reparto de los refugiados en la actual crisis. Por ello, el Gobierno británico ha tenido dificultades para construir un diagnóstico de disfunciones realmente innegociables: inicialmente, aireó la insatisfacción con las restricciones al funcionamiento de las empresas en el mercado único aunque sin concretar cuáles eran. Después, se embarcó en un extenso ejercicio de valoración de la distribución de competencias que concluyó que esta era… ¡la correcta! Finalmente, después de bastantes meses, el Gobierno británico explicitó cuál era el “insoportable deterioro” del producto que activaba la opción salida. A finales de 2015, presentó su lista de agravios que incluía cuatro aspectos que, leídos cuidadosamente, no implican demandas realmente transformadoras de la propia Unión (ni siquiera en lo relativo a los derechos sociales para los trabajadores comunitarios que acceden al mercado laboral británico). Los euroescépticos han presionado para que el paquete de demandas fuera más amplio y si el Gobierno británico no lo ampliado ha sido, simplemente, por interés propio: con sus excepciones y exenciones, Reino Unido tiene una posición cómoda dentro de la UE, exactamente, la que se ha construido durante su pertenencia al club.
El resultado del ejercicio del mecanismo “lealtad” sólo puede conducir a productos imperfectos
Si el diagnóstico no refleja el deterioro real del producto, ¿a qué responde la opción salida? La importancia de poder irse radica en que permite confirmar la soberanía y los proyectos nacionales, algo perfectamente legítimo. A ellos apelan no sólo los conservadores británicos, sino Le Pen en Francia, Orban en Hungría o Kaczynski en Polonia. Frente a ello, quedarse supone la predisposición a debatir y racionalizar las condiciones de interdependencia que caracterizan las sociedades complejas europeas y a domesticar las externalidades (los costes impuestos a terceros) por políticas soberanas y perfectamente democráticas. Naturalmente, el resultado del ejercicio del mecanismo “lealtad” sólo puede conducir a productos permanentemente imperfectos y discutibles, como cualquier empresa humana de fundamento racional. De ahí el valor de quedarse.
En su segundo argumento, Innerarity valora muy positivamente la politización introducida por el referéndum: este activa el debate y la discusión pública de temas que, de otra manera, quizás permaneciesen en el ámbito de técnicos especializados. Aunque la politización ha sido defendida extensivamente, el sentido dado al término se relaciona más bien con la existencia de alternativas ideológicamente diferenciadas entre las cuales los ciudadanos pueden elegir y que pueden inspirar las políticas de la UE. Es decir, la politización no se refiere a introducir un instrumento de participación política determinado y, de hecho, se ha referido más bien a las elecciones al PE y a la elección del candidato del partido más votado como presidente de la Comisión.
Los euroescépticos han presionado para que el paquete de demandas fuera más amplio
Los referendos obviamente politizan. Pero no se debe olvidar que el referéndum es un instrumento (no un fin en sí mismo), y dos argumentos deben considerarse para valorarlo de forma justa. Por una parte, los referendos fuerzan una elección binaria entre dos opciones (casi siempre, la respuesta es sí o no). Esto obliga a simplificar el debate político y lo lleva a pivotar sobre cualquier tema que pueda alimentar cualquiera de las dos opciones (tenga o no relación con la pregunta). Es decir, en un referéndum se sabe qué se pregunta pero no se conocen todas las preguntas a las que los electores responden (tales como ¿le gusta el actual gobierno? ¿está en contra de la globalización? etcétera...). Por otra parte, y en relación con lo anterior, los referendos se insertan en un conjunto de mecanismos democráticos en cada país. En Suiza es un instrumento habitual y los electores están familiarizados con su funcionamiento. En muchos otros casos (y en la UE abundan los ejemplos), a menudo son un instrumento activado en función de necesidades electorales y de partido. La evidencia parece apuntar que las tensiones internas en el partido conservador (latentes desde el Tratado de Maastricht), como ocurriera antes con los laboristas en su referéndum de permanencia en 1975, explican mucho sobre las razones de esta convocatoria.
No hay duda de que la salida de la UE es legítima y de que el referéndum politiza. Pero ni el modelo de politización ni las consecuencias de la salida (renunciar a debatir y racionalizar las condiciones de interdependencia para buscar un ajuste imperfecto) se pueden presentar como moralmente superiores al valor que tiene quedarse.
Carlos Closa Montero es profesor de Investigación del IPP-CSIC.
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