Habla 7 idiomas, nunca ha cotizado y el cañón es su casa. De profesión: hombre bala
El español Luis Muñoz ha dedicado su vida a salir disparado de un cañón. Una tradición familiar que le ha dado fama mundial y huesos rotos
Hay quien hereda de sus padres una administración de loterías, una tienda de ultramarinos o, incluso, un banco. Luis Muñoz heredó un cañón. Un cañón enorme y colorido que dispara proyectiles de carne y hueso. Su padre, el Capitán Muñoz, era hombre bala y trabajaba con su tío, Henry. Los dos hombres bala españoles triunfaron en los años cincuenta y sesenta en circos de todo el mundo. Luego nacería (hace 60 años) Luis en una carpa en Florida. Creció jugando a payasos, trapecistas y acróbatas, mientras el resto de los niños lo hacía a indios y vaqueros. Con 12 años, ya sabía que quería dedicarse a la cuerda floja. Su padre notó que el chaval mostraba desde muy pronto talento y flexibilidad y le fue guiando por el camino. Pocos años después debutó como alambrista y al poco tiempo ya se había convertido en uno de los mejores de Europa. Firmó un contrato con “el mayor espectáculo del mundo”, como recuerda hoy Muñoz orgulloso: la compañía circense Ringling Brothers.
Dentro del cañón estás muy solo. Lo más difícil es controlar la mente, concentrarte sólo en los tiempos. Olvidarte de todo lo demás. No pensar en lo que va a pasar
Con ellos viajó por todo el planeta hasta que, en Japón, con 27 años, el destino le alcanzó de repente. “Un día, el muchacho del cañón se lastimó y el responsable del circo, que sabía que yo provenía de una familia de hombres bala, me preguntó si podría sustituirle. Le respondí que sí”, recuerda dentro de su desvencijada caravana, sentado a una mesa repleta de santos y recuerdos. Luis reconoce que en su debut tuvo miedo. “Aquel día y siempre. Pasas mucho miedo. Te metes en el tubo de siete metros de largo, caes al fondo, esperas a que vaya cogiendo ángulo y llega un momento que sólo ves el cielo. Se te cambia todo. Dentro del cañón estás muy solo. Lo más difícil es controlar la mente, concentrarte sólo en los tiempos. Olvidarte de todo lo demás. No pensar en lo que va a pasar”.
Recién llegado a Vitoria, donde el hombre bala servirá de reclamo justo antes de la función de la noche, Luis Muñoz habla con un ojo puesto en su hijo, que ha subido a una silla y maneja un taladro dirigido a una claraboya de la caravana. “Ayer por la noche, viniendo de Ejea de los Caballeros (Zaragoza), nos pilló una tormenta y se nos levantó parte del techo”, explica. Justo después grita un par de indicaciones en inglés a Sito, su heredero artístico. “Ha vivido 12 años en Florida con su madre, desde que nos divorciamos. Cuando volvió hace dos meses, no sabía ni cambiar una rueda. Un niño criado en un circo con 15 años te monta la carpa y te repara un motor, porque esto te abre la mente. A este lo estoy espabilando ahora”, cuenta. La vida en el circo también enseña mundo. “Cinco veces he dado la vuelta al globo y hablo siete idiomas: español, inglés, alemán, italiano, portugués, francés y un poco de japonés”, asegura Muñoz. Desde aquella primera vez en Japón, ya siempre lo ha hecho como hombre bala.
“Este espectáculo tiene dos cosas: el talento de saber hacer el número y el conocimiento de llevar el aparato, porque es importante que funcione bien, el ángulo, la distancia… Ten en cuenta que yo mismo soy el proyectil”, prosigue. A lo largo de su carrera ha tenido tres cañones. Todos adaptados por él. El que ha traído, heredado de su padre, tiene 80 años. Es su secreto mejor guardado. Una tapa con cerrojo protege la boca del artefacto. ¿Por las ardillas? “No, no quiero que los niños se metan a jugar aquí y, además, hay gente muy cabrona que puede tocar algo sólo por joder. La vida en el circo es muy entretenida. Este se pelea con aquel; esta se acuesta con ese otro, a ese le han aplaudido más que a mí… Hay muchos celos y envidias entre los artistas”.
Lo cuenta mientras mueve el cañón, de 3.500 kilos, fabricado en hierro y aluminio, para orientarlo hacia una red que aún no está puesta. Antes el artefacto reposaba sobre el remolque de un camión, pero Luis construyó esta plataforma motorizada para maniobrar más fácilmente. Son las cuatro y media de la tarde. El número está previsto para dentro de dos horas y no parece que tengan demasiada prisa. Ronny Rossi, uno de los hermanos propietarios del Circo Italiano, le apura a gritos con poco éxito. Junto a un operario malhumorado, padre e hijo transportan los elementos de la red. Catorce metros justos desde la boca del cañón hasta el lugar de aterrizaje (quien esto escribe lo sabe bien porque le han dejado confiadamente a cargo de un extremo de la cinta métrica).
“Hay gente que utiliza un colchón de aire, pero es más estético caer en la red, se ve mucho mejor todo”, explica el nuevo Capitán Muñoz. Su hijo apunta que no conviene ponerla demasiado tensa. ¿Para evitar el rebote? “No, porque es vieja y podría romperse”, responde sin quitar ojo de la tarea. Eso explica los múltiples zurcidos de colores que la decoran.
El operario se ha subido a una grúa y arranca las ramas de un árbol que están en la trayectoria. Ha llegado la hora de preguntarlo: ¿algún accidente grave? “Tres. El primero fue en Taiwán. Hacía mucho aire y no debí intentarlo. Pero lo hice y el viento me llevó más allá de la red. Sólo pude agarrarme a un extremo antes de caer al suelo. Me fracturé el tobillo. La segunda vez fue por culpa de un cable que no tenía que haber estado allí. Choqué contra él y me fui al suelo. Estuve un mes hospitalizado con la espalda destrozada. La tercera vez choqué contra el suelo y me rompí el hombro”.
–¿Lo del cable dónde fue?
–En Taiwán.
–¿También en Taiwán?
Muñoz sale disparado para gritarle al tipo que está clavando estacas en la hierba alrededor de la red. Decididamente, más que una profesión, ser hombre bala se ha convertido en una actitud vital. Aunque concretar lugares y fechas no parece ser lo suyo, su forma de caminar sugiere que no miente: su cuerpo se balancea con rigidez, cojea de su pie derecho y el brazo izquierdo apenas sube por encima de su cintura.
Ramón Bech, historiador de circo y cofundador de la Circus Arts Foundation, confirma los riesgos. “Ha habido muchos accidentes. Por ejemplo, Elvin Bale sufrió uno terrible el 8 de enero de 1987 en Hong Kong. En lugar de aterrizar en el colchón de aire, su cuerpo impactó contra el suelo y quedó paralizado de cintura para abajo. Después de eso, decidió seguir en el circo pero ya convertido en agente artístico”.
Ronny y su hermano Pele han dejado de meter prisa al hombre bala. Tienen sus propios problemas. Apenas una hora antes del cañonazo, bromean a gritos con un técnico que aún no ha conseguido que funcione la caja de fusibles. Sin ella, no hay forma de encender los focos para el espectáculo. “Traerte un hombre bala al circo te asegura público. Es un espectáculo muy raro en Europa y Luis ha sido uno de los mejores”, dice Ronny. Ahora, más que nunca, el circo necesita números que atraigan a los espectadores. Las leyes españolas han prohibido los animales y eso se nota. “Las fieras siempre eran un buen gancho para los chavales, pero los políticos las han protegido, un poco por cubrirse ellos también, ya que están en una situación difícil”, se lamenta. Y a todo esto, ¿cómo se protege un hombre bala? El Capitán Muñoz sonríe mientras se encoge de hombros. No utiliza coderas ni rodilleras. Ni siquiera lleva casco. “Si caigo de cabeza al suelo, de qué iba a servirme. Lo más seguro es que me partiría el cuello”. Vale, entendido.
Hoy, sin embargo, será su hijo quien salga disparado. Para eso lleva Luis dos meses entrenándolo. El chaval, de 21 años, asegura que nunca ha pasado tanto miedo como la primera vez que se metió en el cañón. “El corazón me iba a toda velocidad. Cuando empezó la cuenta atrás todo mi cuerpo era pura adrenalina”. Ronny tampoco olvida ese día. “Estábamos todos alrededor de la red, por si acaso”, reconoce. “En el circo los hijos se educan con la idea de que tienen que mantener a sus padres. Cuando este ya no puede trabajar, tú te ocupas. Yo lo tengo invertido todo en esto [señala su cañón], dedico mi tiempo a entrenar a mi hijo, a enseñarle a utilizar mi equipo. Ahora estoy manteniéndolo. Cuando me retire todo pasará a él, le daré un modo de subsistencia, así que él tendrá que hacerse cargo de mí”, explica Luis obviando que ese momento ya casi ha llegado. Él, que vino por primera vez a España en 1970, ha trabajado en circos de todo el mundo, pero nunca ha cotizado a la Seguridad Social ni tiene ningún seguro privado. Su única jubilación es Sito.
El número está a punto de empezar y el nuevo Capitán Muñoz trastea por detrás del cañón con unos cables. “Esto es uno de los momentos más delicados. Está preparando la pólvora para la explosión”, comenta su padre.
–Pero el cañón es hidráulico, ¿no?
Luis sonríe con una boca llena de claros. La magia del circo. A la hora señalada, ocho majorettes bailan junto al cañón al ritmo de las machaconas notas de la banda sonora de 2001: una odisea del espacio para anunciar la presencia del joven hombre bala. Este saluda mientras un público mayoritariamente familiar e incrédulo intenta controlar a los niños más pequeños para que no se salgan de la zona de seguridad. El hombre bala sube al cañón por la parte de atrás. Avanza por el cilindro hasta su boca. Quita la tapa. Se mete dentro y, antes de desaparecer en su interior, saluda por última vez.
Padre e hijo escenifican entonces a gritos la comprobación de que todo está en orden. La voz ahogada de Sito apenas asoma desde dentro del tubo metálico. Tras un gesto del padre, la megafonía anuncia en inglés el inicio de la cuenta atrás, como en Cabo Cañaveral. “Five, four, three, two, one…”. Una explosión hueca y el tipo sale del cañón a cien por hora en medio de una humareda. Un segundo después, aterriza en la red. Se baja y saluda entre aplausos. La lógica de la vida en el circo tiene que continuar. Como el espectáculo.
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