Microciudades, esos lugares antes llamados pueblos
Por José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz
El Departamento de Asuntos Económicos y Sociales (DESA) de la ONU, en su División de Población, es un observatorio permanente sobre nuestro hábitat. Su último informe anuncia que el 54% de la población mundial reside en áreas urbanas y las previsiones para 2050 elevan esa cifra hasta el 66%. Nuestro planeta se está convirtiendo en un mundo de ciudades, en las que viven miles de millones de personas. Pero los seres urbanos son muchos más.
La geografía lleva, desde sus inicios disciplinares, estableciendo claves y baremos para caracterizar los asentamientos humanos, determinando qué tipo de aglomeraciones son ciudades y cuáles no. Utilizando criterios cuantitativos, de disponibilidad de servicios, o de tipos de actividad, entre otros procedimientos, se han venido estableciendo umbrales para pasar desde las aldeas o los pueblos hasta las megalópolis, a través de una variada jerarquía de ciudades (pequeñas, intermedias, grandes, conurbaciones, metrópolis, etc.). En cualquier caso, toda esa diversidad se recoge tradicionalmente en dos grandes categorías: lo rural y lo urbano, entornos que, además, y también siguiendo la visión convencional, imprimen un carácter determinado a los residentes de uno u otro ámbito. Y aquí radica la cuestión.
Los entornos rurales se han caracterizado por determinadas actividades específicas, principalmente de producción agrícola y ganadera, aunque actualmente estas presenten un declive que, solo en parte, se ve compensado por el auge del ocio vinculado al deporte o al descanso y al turismo, e incluso por el aumento de residencias estacionales. Las áreas rurales, históricamente, disfrutaban de un vínculo especial con su medio ambiente y también de una interacción particular entre las personas, pero adolecían de un aislamiento importante, que se expresaba en endogamias y en una gran estaticidad, así como en la continuidad indiscutida de las tradiciones. En cualquier caso, los ámbitos rurales (que integran núcleos habitados y los territorios circundantes) quedan definidos por una determinada “fisonomía” del paisaje en la que abundan algunos recursos escasos en las grandes ciudades, como el silencio y la tranquilidad, el aire puro o una relación más intensa con una naturaleza relativamente antropizada. Estos territorios rurales estarían estructurados por “pueblos” y habitados por “gentes de pueblo”.
Por su parte, los entornos urbanos, que inicialmente se identificaron simplemente por una mayor concentración humana y por el desarrollo de actividades más sofisticadas, fueron revolucionados en su momento por la industria, derivando en ámbitos radicalmente diferentes a los rurales. El dinamismo, la pluralidad, la intensidad y diversidad de lazos sociales, pero también el conflicto, la competitividad o la insolidaridad son algunos de sus rasgos característicos. Pero también podemos fijarnos en parámetros más objetivos como la densidad, la disponibilidad dotacional, la conectividad o las posibilidades de promoción personal. En lo urbano, la noción de territorio desaparece prácticamente, engullida por la extensión indiscriminada de las grandes ciudades. Así, tautológicamente podría decirse que las ciudades están habitadas por “gentes de ciudad”.
Ciertamente, no hace demasiado tiempo, lo rural y lo urbano se distinguían con nitidez y, en consecuencia, se podía constatar cómo los habitantes de cada entorno presentaban mentalidades muy diferentes, manifestadas en prácticas sociales claramente diferenciadas. La “gente de pueblo” era distinta de la “gente de ciudad” y no era difícil reconocerlos gracias a esos rasgos que los definían. Pero los tiempos han cambiado y estas circunstancias han mutado radicalmente. Esa división tradicional entre personalidades rurales y urbanas se ha desvanecido, perdiendo gran parte de su sentido. En las nuevas generaciones es prácticamente imposible distinguir entre habitantes de lo rural y de lo urbano.
La revolución de las telecomunicaciones (especialmente desde la aparición de Internet) ha acercado capacidades y voluntades, homogeneizando muchas pautas de comportamiento; la mejora de las infraestructuras de circulación y la asequibilidad de los medios de transporte (tanto públicos como privados) han reducido las distancias; y también la educación, las posibilidades económicas, etc. han igualado a las personas en sus aspiraciones, disponibilidades y oportunidades, independientemente del medio que habiten.
Las sociedades actuales son mucho más urbanas de lo que los indicadores apuntan (al menos en el ámbito occidental). Aunque la vida cotidiana en los pueblos siga mostrando divergencias con la de los ciudadanos de las grandes urbes, ya no muestra diferencias abismales. De hecho, cualquiera de las urbanizaciones de las periferias urbanas puede ser equiparable en servicios, distancias o requisitos de movilidad, con la mayoría de los pueblos enclavados en las áreas rurales. Pero, más allá del pragmatismo del día a día, donde se están barriendo las fronteras es en la mentalidad de los residentes que, por las razones anteriormente enunciadas, se ha hecho independiente del entorno en el que se habita.
Esto es así, porque lo “rural” y lo “urbano” ya no son modos de vida vinculados irremediablemente al espacio y, por lo tanto, condicionados por él, sino que se han convertido en formas de pensamiento, en formas de estar en el mundo globalizado. Particularmente el ser urbano, la “especie” en alza, está imponiéndose y los ámbitos rurales se encuentran ahora habitados por personas que piensan exactamente igual que los residentes en áreas urbanas. Puede afirmarse que, en la actualidad, nuestras sociedades postindustriales son urbanas, ya que poseen unas pautas de comportamiento, actitudes y sistemas de valores semejantes a todas las personas.
Por eso, cuando se afirma que vivimos en un mundo de ciudades, la frase debe ir más allá de la forma física de los entornos construidos. Sin cuestionar los esfuerzos para fijar categorías en el espacio geográfico, la evolución de sus residentes sugiere que, aquellos lugares llamados “pueblos”, se verían mejor definidos por el término microciudades, porque, a pesar de mantener las características espaciales que los definen, han pasado a ser habitados por personas que presentan un auténtico espíritu urbano.
José Antonio Blasco, Carlos Martínez-Arrarás y Carlos Lahoz son arquitectos y urbanistas. Su faceta profesional, dedicada a la transformación creativa de las ciudades y los territorios, se ve complementada con su dedicación a la docencia universitaria. Desde su blog Urban Networks realizan una labor divulgativa sobre el mundo de las ciudades y la reflexión urbanística.
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