La cursilería descamisada
Para recuperar la pasión política, ¿es necesario que Pablo Iglesias recurra al melodrama?
Juan Carlos Monedero gusta de contar una fábula moralizante del activista brasileño Betinho. Hay un gran incendio en el bosque y todos los animales huyen: el león fiero, el gran elefante, el rinoceronte. Pero de repente, en su estampida, ven venir al colibrí con su pico lleno de agua y le preguntan, atónitos, si piensa apagar ese fuego terrible con la gota de líquido que le cabe ahí. El colibrí, entonces, les responde con emocionada humildad: “Yo hago mi parte, lo que puedo hacer”.
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Entre los preceptos teóricos sobre los que se fundó Podemos hay uno medular: la recuperación para la política de las pasiones. Chantal Mouffe, esposa de Ernesto Laclau y muñidora de algunas de las ideas que Íñigo Errejón aportó al grupo en sus orígenes, habla del “papel crucial de los afectos en la construcción de las identidades políticas”. La izquierda, según ella, ha tenido pánico a las pasiones y se ha encerrado siempre en la defensa de lo racional. Pero lo racional no basta para sumar intereses y motivaciones distintas, para unir en la misma lucha —por ejemplo— a la clase obrera, a los inmigrantes y a los intelectuales. Esa amalgama popular solo puede lograrse mediante las emociones. Monedero se lo confesaba a Ramón Lobo: “La única manera de luchar contra la oferta neoliberal de hacer un supermercado enorme […]era ofertar algo emocionante que tuviera que ver con la posibilidad de un cambio luminoso, y eso solo lo podíamos hacer recuperando las pasiones”. Y añadía sin sonrojo: “Una de las cosas hermosas que ha logrado Podemos es que la gente ha vuelto a llorar en los mítines”.
No cabe duda de que estos principios teóricos están en la raíz de la expansividad sentimental que había en la carta que envió Pablo Iglesias a la militancia de Podemos. El texto contenía joyas estilísticas que tal vez solo el autor del célebre discurso de la niña de Rajoy podría igualar en la política española. “La gente nos empujó y la belleza de David resistiendo a Goliat se abrió paso”, decía. “A nosotros nos brillan los ojos cuando hablamos de ciertas cosas. Nuestros adversarios no soportan esa belleza. No soportan que nos emocionemos”, “no soportan que nuestras sonrisas, nuestros besos y nuestros abrazos sean de verdad”. En la despedida alcanzaba el cénit: “No quiero acabar esta carta con un saludo, sino diciéndoos que os quiero”. Y la firmaba el “secretario general de Podemos pero, ante todo, vuestro compañero”.
El propósito de devolver los afectos al discurso político resulta, a pesar de su peligro (de Chávez a Le Pen), sugerente y estimable
¿Para recuperar la pasión hay que alcanzar el melodrama? ¿Para conectar con los ciudadanos (o con la gente) a través de las emociones hay que salpicarse de cursilería? Es posible que desde una determinada perspectiva descamisada, el concepto mismo de cursilería se desprecie por elitista y aristocrático. Pero el propio Pablo Iglesias, en su intervención durante el segundo debate de investidura de Pedro Sánchez, en la que habló también de besos y de amor, tuvo la inteligencia suficiente para emplear la ironía como fórmula de enfriamiento. Toda diabetes necesita insulina y todo afecto necesita pudor. La fábula de Monedero es irremediablemente cursi, pero la elección deliberada del colibrí (podría haber sido simplemente un pájaro sin que cambiara su sentido) parece una provocación literaria, una búsqueda desbocada de la sensiblería más ñoña. Tal vez creyendo —y eso es lo pavoroso— que ese registro es el que de verdad entiende y conmueve al pueblo.
El propósito de devolver los afectos al discurso político resulta, a pesar de su peligro (de Chávez a Le Pen), sugerente y estimable. Desde otra mirada bastante distinta a la de Chantal Mouffe y Podemos, lo reivindica también la filósofa Martha Nussbaum, cuyo último libro lleva un título suficientemente explicativo: Emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia? En él elogia la actitud pasional de personajes como Gandhi o Luther King y afirma que las emociones pueden ser útiles políticamente “para impulsar una conducta cooperativa y desinteresada” en los ciudadanos o para limitar “los impulsos de la codicia en favor de los seres amados”. En suma, para recobrar la fraternidad de la Revolución Francesa, tan olvidada hoy.
Pero la fraternidad no puede ser cursi y Podemos debería aprender esa viejísima lección sobre el indisoluble matrimonio de la ética y la estética. De lo contrario, tendrá que cambiar su logotipo y sustituir, al estilo de Agatha Ruiz de la Prada, los círculos por corazones. Y entonces el amor de telenovela habrá reemplazado al amor social y republicanista.
Luisgé Martín es escritor.
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