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Cuando ser gordo despertaba las envidias del mundo

A principios del siglo XX la corpulencia era sinónimo de buena posición y riqueza. Esta es la historia del auge y la caída del Club de los Hombres Gordos

Sara Navas
Con 160 kilos de peso y una cintura de 162 centímetros, Jean Jumel se ganó a pulso ingresar en el Club de los 100 kilos francés.
Con 160 kilos de peso y una cintura de 162 centímetros, Jean Jumel se ganó a pulso ingresar en el Club de los 100 kilos francés.Getty

El menú de un día normal consistía en nueve platos rebosantes: cóctel de ostras, sopa de pollo, filete de ternera con champiñones, ensalada de camarones, pargo hervido, pollo asado, cochinillo asado, pudin de frutas con salsa de brandy, un postre (surtido de tartas, quesos y helados) y, para asentar el batiburrillo de alimentos, un café. Al día siguiente, otro menú similar. Así eran los almuerzos en los clubes de gordos. Pesar 90 kilos como mínimo, conocer el apretón de manos secreto, tener la contraseña y pagar un dólar (unos 89 céntimos de euro). Esos eran los requisitos necesarios para pertenecer al Club de los Hombres Gordos de Nueva Inglaterra, fundado en 1903 por Jerome Hale en Wells River (Vermont). Su lema no daba lugar a ningún tipo de confusión: “Nosotros estamos gordos y lo aprovechamos al máximo”. Lo que hoy casi sería motivo de vergüenza, en aquella época lo era de orgullo y celebración. La corpulencia despertaba envidias en la sociedad de principios del siglo XX y denotaba que se gozaba de buena salud y riqueza.

Ver cómo crecían los números en la báscula era pura felicidad para aquellos hombres que se esforzaban en no dejar por el camino ni un gramo de grasa. Había noches en las que estaban llenos y solo les apetecía una sopa de col y algo de fruta, en las que incluso tenían ganas de caminar, pero sabían que debían atacar el estofado de ternera y la tarta de arándanos sin gastar después demasiada energía. Su llamativa figura no se mantenía así por azar: requería de cierta dedicación. “Si el cuerpo de una persona es su templo, entonces tener el tamaño de una catedral mostraba a los demás que eras alguien relevante”, explica Daryl Leeworthy, historiador en la Universidad británica Swansea, a NRP (organización de medios con financiación pública y privada de Estados Unidos).

Su lema no daba lugar a ningún tipo de confusión: “Nosotros estamos gordos y lo aprovechamos al máximo”

En Estados Unidos la de 1920 era una sociedad optimista y capitalista que vivía exultante el auge del bienestar social. Eran los felices años 20, que culminaron abruptamente con la caída de la Bolsa de Nueva York, el fatídico crack del 29. “A principio de los años 20 la prosperidad americana se manifestó en diversos extremos: los salarios se elevaron rápidamente, la capacidad adquisitiva aumentó, se instaló, en definitiva, el estilo de vida americano (american way of life) en el que creció considerablemente el consumo individual y en el que el optimismo parecía no tener fin”, explica María Serrano Segarra, profesora de la Universidad Miguel Hernández de Elche. Estados Unidos se encontraba en una situación privilegiada con respecto al resto del mundo. La Primera Guerra Mundial, a la que EE.UU se unió en 1917 en el bando aliado, lejos de trastocar los cimientos del país acabó por fortalecerlos. “Tras el término de la Primera Guerra Mundial la economía estadounidense empezó a disfrutar de un liderazgo absoluto, ocupando un lugar destacado en las finanzas mundiales. Era la gran beneficiaria de la guerra debido a su posición acreedora de gran parte de las deudas que los países aliados habían contraído con este país”, señala María Serrano.

Entretanto, Jerome Hale defendía que las personas gordas eran personas felices que necesitaban agruparse, y sintió como su responsabilidad inaugurar El Club de los Hombres Gordos de Nueva Inglaterra. Situada entre Canadá y Nueva York, Nueva Inglaterra es una región de EE. UU. al que pertenecen seis estados: Vermont, Rhode Island, Nuevo Hampshire, Maine, Connecticut y Massachusetts. Otro de los más relevantes fue el club de los gordos de Nueva York. Eran lugares de encuentro en los que los hombres de amplia cintura podían compartir su pasión por la comida, además de juegos y confidencias.

El cortometraje del cineasta Charles Pathé muestra la excusión que realizaron los miembros del Club de los cien kilos en 1924.

Los miembros que pertenecían al club de Nueva Inglaterra se congregaban dos veces al año en Hale’s Tavern, la posada de Jerome, y las reuniones se planificaban con bastante antelación. El motivo de tal previsión no era tanto ajustar agendas como dar margen suficiente a todos los hombres para que alcanzasen el peso mínimo requerido para ingresar en el club. La competitividad era parte del juego y todos esperaban superar su marca anterior. Una vez reunidos felicitaban con orgullo a aquellos que habían logrado subir kilos desde la última reunión.

El evento se convirtió en un verdadero espectáculo para los habitantes de Wells River, que cada seis meses observaban con curiosidad a estos hombres enormes que venían de visita durante un par de días. Verlos andar era épico: los niños se divertían mirando cómo realizaban el apretón de manos secreto entre ellos, e intentando descifrar la contraseña del club. Jerome iba a buscarles a la estación de tren a su llegada con su carromato tirado por dos caballos. Transportar a estos hombres no era poca hazaña: al llegar a la posada los caballos estaban desfondados.

Una cena normal incluía 9 platos: cóctel de ostras, sopa de pollo, filete de ternera con champiñones, ensalada de camarones, pargo hervido, pollo asado, cochinillo asado, pudin de frutas con salsa de brandy, surtido de tartas, quesos y helados, y para asentar el batiburrillo de alimentos, un café

Antonia Fernández, historiadora y docente en la Universidad Complutense de Madrid, explica el porqué del auge de este fenómeno: “El ocio era muy importante en esa época. El entretenimiento se convirtió en una forma de sociabilizar, de lucirse y aparentar. Se valoraban mucho las actividades en grupo que implicaban una reunión social”.

Es cierto que henchir los dilatados estómagos era la principal razón de ser del club, pero no se trataba de lo único que hacían allí. Entre comida y comida, los integrantes mataban el tiempo con juegos que podían detenerse en cualquier momento si el teléfono, que Jerome tenía convenientemente instalado en el exterior, sonaba. Además de corpulentos eran hombres solicitados, con muchas responsabilidades. Estas reuniones también servían para cerrar negocios de gran envergadura. No era extraño que durante su estancia tuvieran que atender alguna llamada del presidente Roosevelt o del arzobispo de Canterbury. Leeworthy afirma que “el demócrata William Jennings Bryan viajó a un club de hombres gordos en Concord (Massachusetts) para obtener apoyo en su carrera a la presidencia”.

Los juegos que practicaban en el patio de la posada eran algo más que un mero entretenimiento: servían para bajar el copioso desayuno que ingerían por la mañanas y abría el apetito para el banquete nocturno que les esperaba. Las reglas no se establecían para ser tomadas en serio. Se ajustaban a capricho de los participantes, que solo buscaban pasar un buen rato hasta la hora de la cena. Presenciar cómo ese hombre de 150 kilos se empleaba a fondo para llegar a la meta en una carrera de sacos o cómo amagaba un salto de rana no tenía parangón para los locales, que se arremolinaban, curiosos, en los alrededores de Hale´s tavern.

Elegantes, orondos y felices: reunión de los miembros del Club de Hombres Gordos de Nueva York.
Elegantes, orondos y felices: reunión de los miembros del Club de Hombres Gordos de Nueva York.Getty

El menú de la cena estaba formado por una cantidad desorbitada de comida. Nueve eran los platos que servían a cada comensal. Y no eran como los minimalistas platitos de los chef actuales. Aquí los menús rebosaban. Un café y un cigarro, a los que ya costaba hacer hueco, daban por concluido el festín. El banquete estaba amenizado con música en directo y los que sabían tocar algún instrumento dejaban de acariciarse el prominente abdomen y se levantaban de su asiento con bastante trabajo para unirse a los músicos. Mientras, los demás aprovechaban para leer en alto las cartas de disculpa que habían enviado los miembros que no podían acudir al evento. El broche a la jornada lo ponía un espectáculo de fuegos artificiales que anunciaba que la hora de descansar había llegado.

Este tipo de clubes cobraron popularidad y fueron creciendo en número durante aquellos años. Tuvieron mayor repercusión en Estados Unidos, pero también existieron en otros países. En Francia, por ejemplo, surgió en 1897 el Club de los Cien Kilos. La versión británica fue un paso más allá: si no dabas el peso requerido tenías que pagar una multa que iba destinaba a la caridad.

También existía la versión femenina, pero ser oronda no estaba tan bien valorado como ser orondo, y las mujeres con sobrepeso se convertían en objeto de mofa. Para una señora corpulenta no era sencillo disfrutar de una generosa porción de tarta en público sin tener que escuchar a sus espaldas las risas o el chismorreo de quien la juzgaba por ello. “Durante los años 20 la publicidad influyó mucho en la concepción del cuerpo femenino. Empezaron a anunciarse cremas y productos de belleza para las mujeres, que cuidaban cada vez más su aspecto”, afirma la historiadora Antonia Fernandez.

Existía la versión femenina, pero ser oronda no estaba tan bien valorado como ser orondo, y las mujeres con sobrepeso se convertían en objeto de mofa

Los clubes de reducción de grasa para mujeres eran mucho más comunes que los de mujeres gordas. En Chicago hubo un club que ayudaba a las mujeres con sobrepeso a llevar una dieta responsable. “Las píldoras de dieta, o pastillas de obesidad, ya se anunciaban en el siglo XIX”, cuenta Leeworthy.

Pasaron los años y llegó un momento en el que la grasa dejó de festejarse y las suscripciones a los clubes disminuyeron drásticamente, al igual que el peso de los que fueron sus integrantes. Jerome Hale sufrió en sus carnes cómo inevitablemente el club perdía fuelle. Cada reunión contaba con menos asistentes. “Tras la Gran Depresión, que se inició con el crack del 29, todo cambió. Los ciudadanos comenzaron a tener problemas para comer por falta de dinero y los médicos tuvieron que aconsejar dietas baratas que aseguraran una nutrición lo más equilibrada posible", asegura Antonia Fernández.

Debido a la precariedad imperante en la sociedad de esa década, el presidente Roosevelt se vio obligado a crear comedores sociales para abastecer a la población que se quedó sin medios. "En la sociedad de aquel momento había un total de 10 millones de parados [pasó del 8% al 24% en solo dos años]. Como consecuencia los ricos empezaron a perder gran cantidad de su patrimonio, mientras los pobres lo que perdían era su empleo”, continúa la historiadora.

Estas reuniones, en las que se comía sin atisbo de remordimiento, servían para cerrar negocios de gran envergadura

El escritor Arthur Miller refleja a la perfección el declive que la sociedad americana vivió durante aquellos años en su autobiografía Vueltas al tiempo (1987): “A principios de los años 30 había colas de hombres sanos y robustos en las panaderías y en las iglesias que esperaban conseguir un panecillo o un tazón de caldo".

A la última reunión del Club de los Hombres Gordos de Nueva Inglaterra acudieron únicamente 38 miembros. Ninguno de ellos pesaba los 90 kilos requeridos. Era 1924. Comenzaba un nuevo concepto: el culto al cuerpo estilizado.

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Sobre la firma

Sara Navas
Redactora de ICON desde 2016, año en que llegó a EL PAÍS. Es licenciada en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid y ha escrito el libro ‘La monarquía al desnudo. Del rey que nació en un retrete al soberano playboy’.

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