Un día en el Madison: los Nicks, los Warriors y Billy Joel
Con el Empire a nuestra izquierda y el Wyndham New Yorker Hotel a la derecha vivimos una trepidante jornada en el mítico pabellón neoyorquino
Faltan aún dos horas para el partido. Nos hemos citado con la prensa internacional en la esquina entre la calle 33 y la Octava Avenida. A nuestra izquierda, la fachada este del Empire State Building, que empieza a iluminarse. A la derecha, la mole de granito art-deco del Wyndham New Yorker Hotel, con esas letras rojas que inflaman la retina. Y justo delante, el Madison Square Garden, que con la primera luz del crepúsculo empieza a parecer un OVNI azul recién aterrizado en el corazón de Manhattan, como la nave alienígena de Liquid Sky (1982), ese clásico de la Nueva York subterránea.
Inaugurado en febrero de 1968, anexo a la Pennsylvania Station, el Madison tiene ahora mismo tres inquilinos habituales: el cantautor Billy Joel, los New York Rangers de la NHL y los New York Knicks de la NBA. Hoy domingo, a las 19.30, un horario no del todo habitual para el baloncesto norteamericano pero perfectamente compatible con mercados emergentes como Filipinas, Japón y China, juegan los Knicks. O más bien se espera que su rival juegue con ellos, porque el vestuario visitante van a ocuparlo los Golden State Warriors de Stephen Curry.
En los aledaños del estadio abundan las gorras amarillas y azules de los seguidores del equipo de Oakland. La victoria de los Warriors, que están coleccionando cabelleras a velocidad de crucero en su gira de invierno por la Costa Este, se da por poco menos que descontada. Las apuestas se centran más bien en si el equipo que entrena Steve Kerr será capaz de superar el récord de victorias en una temporada regular de los míticos Bulls de Michael Jordan. El equipo de Chicago cerró el contador en 72 victorias y 10 derrotas. La opinión mayoritaria en la sala de prensa (donde periodistas, directivos y exjugadores comparten hamburguesas frías, macarrones al pesto y un bufé de ensaladas) es que los Warriors acabarán el año con dos o tres derrotas menos.
La victoria de los Warriors, que están coleccionando cabelleras a velocidad de crucero en su gira de invierno por la Costa Este, se da por poco menos que descontada
“Ya no se trata de si son el mejor equipo de la historia de la NBA”, nos comenta Andreas, corresponsal en Nueva York de un diario deportivo alemán, “sino más bien si están entre los mejores de la historia del deporte norteamericano”. Dos periodistas, uno francés y otro italiano, discuten con pasión mediterránea sobre lo que convierte a los actuales Warriors en una escuadra excepcional. La suerte, argumenta el francés. Los Warriors tuvieron una séptima, una undécima, y una trigesimoquinta opción de draft entre 2009 y 2012 y las invirtieron en tres jugadores cuya formidable progresión nadie podía prever: Stephen Curry, Klay Thompson y Draymond Green. Más tarde, en 2013, incorporaron a un veterano del que ya no se esperaba gran cosa y que ha rendido muy por encima de las expectativas, Andre Iguodala, la pieza que completó el círculo virtuoso. Para el periodista italiano, la clave es Steve Kerr, que a su vez fue alumno de Gregg Popovich. Los San Antonio Spurs de Popovich llevaron a la NBA el estilo armónico y coral del mejor baloncesto europeo y Kerr, con un plus de talento en su plantilla, ha sublimado la fórmula.
Pocos minutos antes de que el balón empiece a volar, nos encontramos a pie de pista con una gloria local, Walt Frazier, máximo exponente de un baloncesto que olía a funk, a circo y a las noches de Harlem. El mítico base que hizo campeones a los Knicks en 1970 y 1973 está dispuesto a dedicarnos unos minutos (“cuatro o cinco preguntas, no más”) y el primero de ellos lo centra en sentar cátedra sobre los Warriors y el récord de Jordan: “Por supuesto que van a batirlo. No apuesten ni un centavo de dólar a lo contrario, porque lo perderían”. ¿Por qué está tan seguro? “Muy sencillo: son muy pocos los equipos que pueden ganarles ahora mismo. Siempre puedes tener un mal día en la oficina, pero los Warriors están tan por encima del resto, con la probable excepción de San Antonio, que resulta muy improbable que pierdan”.
Nos sentamos en la parte media del anfiteatro justo cuando se retiran las cheerleaders. Estamos muy lejos, a una galaxia de distancia de esa celebrity row que hoy cuenta con la presencia de John McEnroe, un par de concursantes de reality y el secundario de una serie de HBO. Pero da igual, estamos en Nueva York y esto es el Madison Square Garden.
Nos ha tocado en una zona en que predominan los seguidores de los Warriors, pero los únicos que se hacen oír son tres escolares de Brooklyn que visten el blanco impoluto de la camiseta de los Knicks y que, según nos cuentan, conocen a alguien del club y han entrado gratis. A su izquierda, una joven californiana de rasgos asiáticos con aspecto de modelo de American Apparel les escucha con un mohín de disgusto: su localidad le ha costado más de 300 dólares. “Pero vale la pena, mi chico es muy fan de los Warriors”, argumenta con resignación mientras los escolares revoltosos le dedican una carcajada en la que no hay ni rastro de empatía.
Arranca el partido. A toda pastilla, como suele ser habitual cuando los efervescentes Warriors están sobre la pista. Los primeros instantes parecen una desbocada comedia de enredo, con ambos equipos encadenando ataques vertiginosos, pases a la grada y errores inverosímiles, como si les diese apuro inaugurar el marcador, como si el 0 a 0 que cuelga del techo del Madison les pareciese un resultado justo. Por fin, tras cuatro minutos de estéril intercambio de despropósitos, llega la primera canasta. Es de los Knicks y el Madison la celebra como si fuese el preludio de algo grande.
Lo que viene a continuación no está en absoluto exento de grandeza. Pero los Knicks no van a disfrutarlo, sino a padecerlo. Los Warriors ponen en marcha su célebre rodillo. Siguen fieles a su partitura, basada en la intensidad y el desenfreno, pero las notas empiezan a resultar armónicas. Son como un quinteto de cuerda que toca canciones de Metallica. Comparado con esta apoteosis del estruendo coral, de la velocidad al servicio del altruismo y el talento, lo de los Knicks parece más bien un combo de jazz experimental desafinado. El solista principal, Carmelo Anthony, alterna raptos de inspiración con largas fases fuera de foco. La afición local no parece sentir especial sintonía con ‘Melo’, neoyorquino como ellos, pero tal vez demasiado ensimismado y narcisista para ser de este mundo. Sus simpatías parecen inclinarse más bien por un hombre alto, un feliz alienígena nacido en Letonia y que responde al nombre de Kristaps Porzingis. Un esforzado jornalero del balón con su dosis de talento que pasó por Sevilla siendo un adolescente y hoy es la esperanza (blanca) del equipo del Madison.
Mediado el tercer cuarto, los Knicks son ya un juguete roto en manos de unos Wariors que ni siquiera dan la sensación de estar forzando la máquina. Curry hace de Curry y se gana la hostilidad del Madison con algún gesto de aristocrática arrogancia marca de la casa. Klay Thompson derrocha talento y puntería desde el perímetro. Iguodala y Green están escribiéndole una oda al esfuerzo solidario. Desde el banquillo local, Anthony aplaude con cierta desgana los intentos de Porzingis de remar en solitario.
“Los Knicks son una de las franquicias más populares y económicamente rentables de la NBA pero tienen un equipo espantoso”, comenta con incredulidad un periodista británico, acostumbrado a la idea europea de que dinero y éxito deportivo suelen ir de la mano. La tarde-noche transcurre plácida mientras se consuma la debacle deportiva del equipo del Madison, que llega a perder por más de 30 puntos. Se protesta alguna decisión del árbitro, pero sin la menor acritud, solo por deporte. Acróbatas con barba hipster y cheerleaders sin pompones se turnan sobre la pista durante los descansos. El equipo de animación utiliza cañones de plástico para bombardear las gradas con camisetas de los Knicks hechas un ovillo. Una de ellas impacta en la mejilla de la chica asiática con aspecto de modelo, que se echa a llorar en el hombro de su novio, el fan de los Warriors. Los colegiales de Brooklyn aparcan su cinismo por un instante y le regalan a la pareja la camiseta que han recogido del suelo y han estado a punto de quedarse antes de que las lágrimas de ella les hiciesen sentirse culpables. El fan de los Warriors se lo agradece con una sonrisa algo condescendiente.
Siempre puedes tener un mal día en la oficina, pero los Warriors están tan por encima del resto, con la probable excepción de San Antonio, que resulta muy improbable que pierdan
Acabada la masacre, en la zona mixta, Klay Thompson se enorgullece de su escandaloso partido y de la racha triunfal de su equipo. Stephen Curry ha aparcado la arrogancia exhibida sobre la pista y está firmando camisetas a los fans de los Warriors. Vuelve a ser el veinteañero tímido de Akron, Ohio, que más que hablar susurra y que incluso se ruboriza cuando dos chicas rubias muy jóvenes insisten en besarle las mejillas. Steve Kerr celebra que su equipo lleve ya 17 partidos consecutivos repartiendo más de 30 asistencias: “Es lo que hacemos. Nos pasamos el balón. Jugamos juntos, como un equipo. Ganamos o perdemos como un equipo”. Porzingis intenta justificar lo injustificable en el vestuario local mientras las becarias de la televisión de Taiwán no pierden detalle de los pectorales de Robin Lopez, que se ha quedado rezagado en las duchas y lo único que lleva puesto es una minúscula toalla en la cintura. Carmelo Anthony ha dicho unos minutos antes que cuando se pierde contra los mejores no hay más que hablar: toca felicitarles y prepararse para seguir compitiendo.
Saliendo del pabellón, cerca ya de la esquina de la Octava con la 33, antes de perdernos en la noche de Hell’s Kitchen, nos volvemos a cruzar un instante con Walt Frazier. “¿Qué les ha aparecido la experiencia?”. Extraordinaria, Walt. Una última pregunta: ¿qué haría falta para que los Knicks, un equipo con este estadio, con esta mística y con esta afición, vuelvan a ser campeones de la NBA? “Mucho me temo que un milagro”.
Los Golden State Warriors se medirán a Los Angeles Lakers este domingo en lo que será el último enfrentamiento entre Kobe Bryant y Stephen Curry en partido oficial. El partido forma parte de los NBA Sundays y se podrá seguir a través de Movistar + a las 21:30.
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