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MIRADOR
Columna
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Libertinaje

El crimen es la forma más tranquilizadora de la ficción, porque ofrece la suficiente dosis de transgresión y resolución que el espectador necesita para dormirse convencido de que es inteligente

David Trueba

Cuando a mitad de 1990 se expandió por vena televisiva un virus llamado Twin Peaks, propició un espejismo: el mundo estaba preparado para retomar el relato onírico, inconclusivo, delirante. David Lynch, que había dirigido cuatro años antes una película narcótica de gran éxito como Blue Velvet,se erigía, con Mark Frost, en profeta de un tiempo nuevo. En el misterioso asesinato de Laura Palmer parecía importar muy poco la resolución y la trama, porque el placer residía en la atmósfera. Sin embargo, la televisión del futuro rectificó el paso perdido, sobre todo cuando se dio cuenta de que la serie no sabía cómo terminarse y que incluso el director, con las prolongaciones de la trama por vía cinematográfica, tampoco era concluyente, sino que prefería sumar y sumar capas de incomprensión. Era una medicina demasiado fuerte para mentes algebraicas, que consideran que la gran ficción es la que se resuelve en la mesa camilla de Agatha Christie cuando al crimen descrito le corona una lógica detectivesca.

Por eso, pese a que nadie se atreve a negarle a Twin Peaks su cima sin gemelo entre los mejores productos televisivos, los 25 años siguientes han venido casi siempre a resolver el misterio de quién mató a quién, quién secuestró a quién y qué es lo que no recuerda el amnésico de turno. Y que pase el siguiente. El crimen es la forma más tranquilizadora de la ficción, porque ofrece la suficiente dosis de transgresión y resolución que el espectador necesita para dormirse convencido de que es inteligente. Solo cambia el paraje, ignorando que igual que las películas de terror de la infancia no transcurrían en castillos solitarios ni en calles oscuras, sino en el pasillo de nuestra casa cuando nos retirábamos a dormir y nos acosaban durante esos segundos todos los fantasmas alimentados, tampoco las series de televisión transcurren en otro lugar distinto al salón de quien las está mirando.

En ese vacío llegó la serie de Bruno Dumont P'tit Quinquin, perpetrada para el canal Arte sin más ataduras que no estar atada a nada. El director, criatura mimada del Festival de Cannes, contribuyó con su Palma de Oro por La humanidad a fabricar ese género taimado conocido como película de festival, que los certámenes premian a destajo para lavar su culpa por tanto vacuo glamour. La televisión le sirve ahora para generar atmósfera de racismo patriótico y amorfa maldad rural en la fronteriza Pas de Calais. Interpretada por actores anómalos, afásicos, gangrenados y espléndidos, P'tit Quinquin renueva la apuesta por la intriga sin intriga, el crimen sin la lógica del programador adoctrinado, la rara sensación de libertinaje televisivo.

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