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MIRADOR
Columna
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Eternidad

Como Leonardo da Vinci pintaba la anatomía humana, Münch pinta el espíritu

Julio Llamazares
'Menlancolía' (1892), óleo de Edvard Munch.
'Menlancolía' (1892), óleo de Edvard Munch. munch museum

Camina hacia su final la exposición en el Museo Thyssen de Madrid de la obra de Eduard Münch, el noruego que ha pasado a la historia de la pintura por un cuadro, El grito,cuya fama ha eclipsado una producción de más de 20.000 obras, entre lienzos, grabados y dibujos, hoy propiedad de la ciudad de Oslo, de las que un centenar se pueden ver en Madrid desde hace unos meses.

De Münch se ha destacado siempre su radicalidad pictórica y su sombría temática, en la que la melancolía y la enfermedad tienen un protagonismo importante, lo mismo que la ansiedad (“Enfermedad, muerte y tristeza fueron los ángeles negros que velaron mi cama”, escribió el propio pintor), pero lo que a mí más me gusta de él son esas otras obras en las que, por desvanecerse la figura humana o por desaparecer del todo, el paisaje acapara todo el protagonismo con su condición de espejo, del alma del pintor y de la naturaleza. Como Leonardo da Vinci pintaba la anatomía humana, Münch pinta el espíritu y lo hace a través de sus figuras, todas silentes y ensimismadas en sus pensamientos, pero también y fundamentalmente de los paisajes de su Noruega natal. Los nocturnos sobre todo, esos cuadros transparentes en los que la luz polar alumbra fiordos marinos y pueblecitos y granjas costeros dormidos bajo la nieve o bajo unas estrellas que recuerdan a las del Van Gogh de Arles, dicen más del alma humana que todos los gritos y los arquetipos que pueblan la iconografía de Münch, aunque en éstos también esté su carácter; ese carácter depresivo, melancólico y rayano en la obsesión que le llevó a vivir solo toda su vida con excepción de una corta etapa de bohemia en Oslo y en Berlín, donde coincidió y trabó amistad con el otro gran artista escandinavo de su tiempo, el dramaturgo sueco Artur Strindberg, ése que llegó a exclamar que sentía pena del hombre.

Münch nunca manifestó esa pena, sí desperación y miedo, aunque debajo de éstos mantuvo siempre la fe en el arte como salvación del hombre, comenzando por la suya propia. De ahí que, a pesar de sus altibajos anímicos y de su radical aislamiento de sus semejantes, continuara pintando hasta el final de sus días y de ahí que se despidiera del mundo añadiendo a sus pensamientos, que en España ha publicado en magnífica edición la editorial Nórdica (El friso de la vida es el título del libro) coincidiendo con la exposición de Madrid, el que más conmueve de todos ellos: “De mi putrefacto cadáver brotarán las flores y yo estaré en ellas, la eternidad”.

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