Un escalofrío en Nochevieja
Hay películas que adoras pero que en alguna ocasión te defraudan. Eso nunca me ha pasado con 'El apartamento'
Dos de esas películas que me han hecho volar, suceden en Navidad. Una es Plácido, de Luis Berlanga. La otra es El apartamento, de Billy Wilder. Plácido transcurre en Nochebuena y las últimas escenas de El apartamento se desarrollan en Nochevieja. Me enamoré de El apartamento la primera vez que la vi, a los 17 años, y ahí seguimos, juntos. Antes llevaba la cuenta de las veces que la veía pero ya la he perdido. Paré en la 68. Hay películas que adoras pero que en alguna ocasión te defraudan. Eso nunca me ha pasado con la de Wilder.
Como suele ocurrir con los amores enfermizos, no tengo ni la más remota idea de por qué esta película me hace tambalear así. Hace casi 20 años escribí un librito sobre ella como un modo de explicármelo, pero seguí sin entenderlo. Llegué a pensar que el protagonista, C.C. Baxter, era yo. Hay razones muy contundentes de su poderío: ese cóctel sublime de humor, melancolía, emoción, poesía y romanticismo; esa visión tan demoledora de una estructura social que impone la existencia de víctimas y aprovechados; esa exaltación de la dignidad; ese sutilísimo retrato de la ambigua naturaleza de los sentimientos; ese “está visto que nunca aprenderé, una mujer que se enamora de un hombre casado nunca debería ponerse rímel”, con el que se sintetizan tantas cosas. Pero nada es suficiente para explicar que yo, cada vez que veo correr a Shirley MacLaine hacia el apartamento en el que Jack Lemmon se dispone a celebrar solo la Nochevieja y, mientras sube las escaleras, se escucha el disparo de una botella de champán, sienta un escalofrío que forma parte de lo mejor de mi vida.