Ley, Justicia y Democracia
La virtud de la justicia, que exige también la práctica de la prudencia, recomienda tener cuidado con experimentos tan peligrosos como aquellos que llaman al incumplimiento de la ley
En una reciente entrevista radiofónica en la cadena Onda Cero, Antonio Baños, líder de la CUP, explicó su posición secesionista con una razón suprema recurrente en los últimos tiempos en el debate político catalán: “Nosotros lo que queremos es trascender una legalidad para crear otra legalidad. (…) Como nación soberana, lo trascendemos creando la legalidad catalana”. Una afirmación que plantea la reconsideración de varios supuestos implícitos de orden histórico-jurídico (y cívico) que están en el núcleo de esa justificación de ruptura legal “democrática”.
En el proceso civilizatorio que registra la historia hay un elemento crucial que, desde tiempos clásicos greco-romanos, suele llamarse “el principio de legalidad”. Está en la base de la constitución del derecho como patrón normativo de conductas aceptadas o rechazadas que sirve de referente a una comunidad política de individuos heterogéneos. Esto es: grupos colectivos que no son familia (y que por tanto no se rigen por vínculos de sangre y parentesco “naturales” de afecto, respeto y consideración) y que sí son vecinos (oriundos de familias diversas que conviven en el mismo tiempo y sobre un mismo espacio de acuerdo a algún tipo de reglas instituidas y ya no instintivas).
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Desde las primeras civilizaciones mesopotámicas hasta la cristalización del derecho romano, ese principio de legalidad deriva de algo tan simple como transcendente: el derecho, como código más o menos sistémico de normas acordadas, funda el Estado como institución terrenal y temporal de convivencia supra-familiar. Porque sin Estado, no hay Derecho. Y así tenemos el llamado “código de Hammurabi” (siglo XVIII antes de Cristo) que recoge los “decretos” del rey babilónico inspirados en un ideal de justicia labrado en torno al binomio de “estabilidad y equidad”. Los griegos, que también consideraron que el ideal de justicia exigía equidad y norma conocida, llamaron a ese objetivo eutaxia (equilibrio ordenado).
Los romanos dieron el salto lógico y establecieron la fórmula jurídica del principio de legalidad de la mano de Cicerón (siglo I a. C.): Salus Publica in legibus sita est. A saber: la “salud” (bienestar y equilibrio) del Estado (o sociedad política) radica en las leyes. El corolario de esa máxima era evidente y acuciante: la paz pública (concordia interna y seguridad externa bajo la ley) sólo era posible eliminando la guerra y la violencia: Silent leges inter arma (las leyes callan cuando hablan las armas). Por eso, el propio Cicerón, que vivió y fue asesinado durante las guerras civiles que destrozaron la República romana, dejó escrito como legado: “cualquier género de paz me parece preferible a la guerra civil”.
La aparición de la idea de lex como norma jurídica fundacional de la vida estatal es, por tanto, un proceso histórico largo e íntimamente ligado al paso del estadio de barbarie al de civilización. Y su configuración no es posible hasta que surge el Estado después de la revolución neolítica y gracias a la vida urbana de estructura socio-ocupacional compleja y con dominio de la escritura como tecnología comunicativa superior. De hecho, lex es un vocablo latino de origen indoeuropeo que deriva del verbo lego (con el sentido de “juntar y reunir”). El mismo vocablo que da origen a legere (“juntar signos y leer”). Y como lex hay que entender los acuerdos registrados por escrito (para conocimiento de todos y perduración temporal, frente a la costumbre familiar o mores) entre individuos racionales que tienen inteligencia (inter-legere) porque pueden entenderse y acordar normas colectivas con fuerza vinculante. Y no importa que el fundamento último de esa norma se entienda como otorgada por los dioses, enseñada por los profetas o instituida por los hombres sabios. Compone un parámetro social de conductas admisibles o inadmisibles que evitan el vacío del caos (y su compañera: la fuerza bruta violenta) y es condición para la vida civilizada en cuanto que estatal, urbana, letrada y racional.
Sin embargo, a pesar del “poder sagrado de las leyes” (Rousseau), el devenir histórico muestra un proceso más o menos violento de cuestionamiento, destrucción y cambio de leyes a lo largo de los siglos y las culturas. Hasta llegar al triunfo del llamado “Estado de Derecho” en la época contemporánea de la mano de la alternativa liberal-democrática, que encumbra el principio de legalidad hasta hacerlo supremo y axiomático: la democracia es ante todo the rule of law (el imperio de la ley). Una fórmula que, básicamente, implica que por encima de la ley no está ni el rey soberano del Antiguo Régimen. Y cuya observancia protege al ciudadano del despotismo de la voluntad de un César omnímodo tanto como de la tiranía de las masas incontroladas e impunes. Un César o una masa capaces de imponerse de manera ilegal e ilegítima por razones que Juvenal había caricaturizado en un verso magistral: “porque quiero, porque lo mando y porque mi voluntad es la única razón”. Desde luego, ese triunfo del paradigma democrático sólo fue posible (y en una parte todavía hoy pequeña del mundo) una vez superado el doble desafío de los totalitarismos del siglo XX.
La propia doctrina romana articuló la fórmula para “justificar” (legalizar) la alteración de la norma en casos extremos de máximo peligro
En todo caso, al margen del modelo democrático, el mencionado proceso histórico de cuestionamiento, destrucción y cambio de leyes normalmente ha utilizado dos vías básicas de actuación para sus fines.
La primera vía de alteración del principio de legalidad vigente ha recurrido a la invocación de un verdadero “estado de necesidad” que habría obligado a modificarlo en virtud de otro superior y anterior: el principio de realidad. La propia doctrina romana (otra vez Cicerón) articuló la fórmula para “justificar” (legalizar) la alteración de la norma en casos extremos de máximo peligro: Salus Publica Suprema Lex. Y así se constituyó la institución de la dictadura comisaria como expediente para afrontar situaciones de grave riesgo que la ley no contemplaba inicialmente. Y así surgieron en los códigos constitucionales democráticos las previsiones de estados de alarma, sitio, excepción o guerra para prever esas situaciones y darles cobertura legal (como es el caso del artículo 155 en la constitución española de 1978).
El grave problema de esa invocación a un precepto legal anterior y superior para vulnerar la ley vigente fue el que contemplaron los criollos que dirigieron el proceso de emancipación de la América española a partir de 1808: roto el dique de legalidad colonial, todos los aspirantes a ejercer el derecho de actuar por principio de necesidad competían por imponerse a otros equivalentes en igualdad de condiciones de legitimidad. Y así se sucedieron las luchas que desangraron y fracturaron los límites de los antiguos virreinatos en nuevas naciones sucesorias soberanas en un contexto donde callaba la ley porque hablaban las armas y el derecho se fundaba en la fuerza bruta.
La segunda vía de alteración suele recurrir a la impugnación del principio de legalidad apelando a una instancia igualmente jurídica pero superior y anterior, en la línea de las declaraciones de Antonio Baños. En su lógica, la legalidad vigente sería mera plasmación contingente de una fuente más profunda y “legítima”: el Ius, la virtud que encarna la Iustitia. Estaríamos así en la dialéctica de la Lex frente al Ius, siendo éste el vocablo derivado de una raíz indoeuropea que tenía el sentido de “juntar y atar”: Iugum (yugo) y “yuxta-puesto” (poner juntos unidos). Así, el Ius encarnaría la norma de justicia natural “legítima” (ontológica) que obliga por necesidad primaria mientras que la ley (positiva) sería sólo una norma acordada convencionalmente y mudable sin coste. Y nadie debe dudar que lo primero tiene primacía respecto de la segunda y puede y debe ser invocado para “justificar” (convertir en iusto) la anulación, eclipse o cambio de ésta.
Siguiendo este razonamiento, el valor supremo de la ley queda anulado por su colisión con el valor supremo de la justicia, como recordaba otra máxima latina ya de época moderna: Fiat Iustitia pereat Mundus (Hágase la justicia, aunque su resultado sea el fin de una realidad mundana). El gran problema de este argumento no reside sólo en que la relación entre lex y ius (y legalidad y legitimidad) sea mucho más estrecha de lo que parece porque ambos términos denotan siempre normas históricas, contingentes y acordadas por seres humanos y que difícilmente pueden tener fuentes de “derecho natural” que permitan concebir la justicia al margen de su codificación legal.
El grave problema es que esa fundamentación de la justicia fuera de la ley exige una fuente que sólo puede ser de naturaleza divina (metahumana) o divinizada en la práctica (la nación, la raza, la clase). Y entramos así en la absoluta arbitrariedad porque, roto el dique de la legalidad, cada conciencia individual podría elevar a la condición de fuente de justicia su propio parecer personal intransferible. Y, por tanto, esa nueva legalidad “justa” sólo cabe imponerla por el recurso a la fuerza coactiva contra los “desviados” que impugnan la santidad de la nueva ley. Es lo que acertadamente el periodista Carlos Alsina planteó a Antonio Baños en su entrevista: “¿Una vez que exista esa legalidad catalana, el ciudadano que entienda que es injusta puede desobedecerla también?”.
En el caso de los Estados de Derecho liberal-democráticos, ese gravísimo problema siempre se ha afrontado con la máxima del respeto estricto a la legalidad, tanto en su vertiente material como procesal. Primero, porque el Estado de Derecho es aquel que permite la reforma y reemplazo de la ley por cauces previsoramente estipulados y racionalmente acordados (y, en el caso de la Constitución de 1978 sin que haya límite alguno a su revisión formal o material porque carece de “cláusulas de intangibilidad”, al contrario que muchas otras europeas). Y, segundo, porque roto el principio de legalidad, no se abren las puertas del Paraíso, sino que se puede caer en el más oscuro de los Infiernos, como la experiencia histórica, lejana y reciente, ha demostrado.
Por tanto, la virtud de la justicia, que exige también la práctica de la prudencia, recomienda tener cuidado con experimentos tan peligrosos como aquellos que llaman al incumplimiento de la ley (democrática) por razones superiores a la propia ley (democrática). No sólo porque es un principio cívico democrático asumir siempre el imperio de la ley positiva. Sino porque el sueño de la razón justiciera produce monstruos reales y no sólo Edenes imaginados.
Enrique Moradiellos es catedrático de Historia
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