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MIRADOR
Columna
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Violetas

Soy consciente de que el temido choque de trenes entre los independentistas catalanes y el Gobierno de España se va a producir sin remedio

Julio Llamazares

“Quién la escribía versos, / dime quién era, / quién la mandaba flores por primavera, / quién cada 9 de noviembre, / como siempre sin tarjeta, / la mandaba un ramito de violetas!…”, cantaba Cecilia, aquella chica de los setenta que falleció prematuramente al estrellarse el coche en el que viajaba de madrugada contra un carro sin luces en un pueblo de la provincia de Zamora.

Pero ni los independentistas catalanes, ni nadie en este país, parecen acordarse ya de esa canción, y, si lo hacen, no la relacionan con una fecha, la de hoy, que ha pasado a convertirse en otro símbolo del independentismo catalán, junto con el 11 de septiembre, hoy eclipsado por el recuerdo del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, y el año 1714, fecha de la caída de Barcelona en una guerra entre dos casas dinásticas, que no entre España y Cataluña, como algunos creen; la prueba es que unas ciudades catalanas lucharon contra otras en esa guerra. Así, el 9 de noviembre, desprovisto de cualquier romanticismo, rememora una nueva confrontación más inventada que real, la del falso referéndum que se celebró hace un año y que los independentistas pretenden instituir como un hito más al elegirlo para votar en el Parlament la declaración solemne de independencia de Cataluña.

Yo no sé qué ocurrirá (cuando escribo esta columna aún faltan días para la fecha), pero de lo que sí soy consciente es de que el temido choque de trenes se va a producir sin remedio. Cuando alguien se empeña en que un enfrentamiento suceda, sucede. O, como decía Cortázar, cuando alguien dice que se va es que ya se ha ido. La cuestión, llegados a esta situación, es cómo abordar ese enfrentamiento sin que al Gobierno español ni a los independentistas catalanes la situación se les vaya de las manos. La carga explosiva es ya tan potente que una chispa puede hacerla reventar. Y el convencimiento que uno percibe en muchas personas de que España no es Yugoslavia empieza a parecerle un tanto inocente. Tenemos el País Vasco como ejemplo de hasta dónde puede llegar la radicalidad. ¿Qué tal, entonces, si, ocurra lo que ocurra hoy en el Parlament, los presidentes de España y de Cataluña, sin que nadie lo sepa, que no hace falta, se envían el uno al otro sendos ramitos de violetas, uno con la promesa de una reforma de la Constitución que recoja el derecho a decidir, y el otro con la garantía de acatar la actual (que su partido ayudó a redactar y aprobó, no se olvide) mientras se reforma?

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