Evaluar para mejorar
La enseñanza necesita mecanismos para premiar la calidad docente
Habrá que esperar a conocer a finales de noviembre el contenido del Libro Blanco de la Función Básica Docente—que el ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, ha encargado al filósofo y pedagogo José Antonio Marina— para analizar el alcance de sus propuestas, pero algunas de las que han trascendido deben ser tomadas en consideración muy seriamente. En concreto, la relativa a la necesidad de implantar un sistema de evaluación de los docentes. La competencia del profesorado es un elemento clave de la calidad de cualquier sistema educativo. Los países con mejores resultados tienen sistemas estables de evaluación del profesorado y los utilizan como un instrumento de mejora continua de la enseñanza. Una de las principales carencias del sistema educativo español es precisamente la ausencia de este tipo de revisiones.
En una cultura tan poco proclive a rendir cuentas como la nuestra, la evaluación externa es vista con frecuencia desde posiciones corporativistas como una amenaza o como un intento de control arbitrario por parte de la autoridad. Pero no tiene por qué ser así. Al contrario: es saludable que quienes cumplen una función pública rindan cuentas de su trabajo. Lo lógico es que la sociedad quiera asegurarse de que los recursos que destina a algo tan importante como la educación se utilicen de la forma más eficiente posible. Por otra parte, un sistema que trate de la misma manera a quien hace las cosas bien, y se esfuerza por mejorar, que a quien no lo hace carece de incentivos para alcanzar la excelencia.
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Implantar un buen sistema de evaluación no es sencillo. La primera dificultad radica en definir los criterios de calidad que se van a medir. La segunda es elegir una metodología que sea a la vez rigurosa y justa, capaz de valorar de forma transparente diferentes parámetros del trabajo del docente, como el conocimiento de la materia, sus habilidades didácticas o sus aportaciones a las tareas colectivas. Para ello existen diferentes métodos ya probados en otros países, que incluyen mecanismos de autoevaluación, test de competencias o pruebas observacionales dentro del aula. Los resultados académicos de los alumnos son también un elemento a tener en cuenta, siempre que se ponderen las circunstancias socio-culturales del centro.
Otra dificultad radica en decidir quién ha de evaluar, en qué momento y qué efectos se quieren obtener del resultado de esa evaluación. Parece lógico que un buen resultado en la evaluación tenga efectos positivos en la carrera del profesor y se refleje también en su remuneración. Vincular ciertos incentivos económicos a la calidad docente es un poderoso estímulo de mejora. Pero un buen sistema de evaluación requiere al mismo tiempo el desarrollo de una carrera docente y la implantación de un sistema de formación continuada.
La adecuada combinación de estos elementos es lo que ha permitido a países como Finlandia mejorar la calidad de su sistema educativo. Es de esperar que el Libro Blanco haga propuestas en esta dirección y que las partes implicadas, especialmente los docentes, participen en el debate sin apriorismos ni reservas, porque la evaluación mejora el funcionamiento de los centros y redunda en un mayor reconocimiento social del profesorado.
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