Loreak: de flores, heridas y mujeres
Siempre me han gustado las flores. Me ha gustado regalarlas y que me las regalen. Ahora bien, nunca he sido buen cuidador de ellas. En el mundo en el que me crié, y en el que me socialicé como varón que debía responder a unas determinadas expectativas de género, las cuidadoras eran siempre ellas. Mis abuelas, mis tías, mi madre. Las mujeres que se esmeraban con las macetas de sus patios, las que hacían en Córdoba de ese espacio íntimo un lugar de encuentro y de diálogo. Desde este punto de vista, siempre he conectado las flores con una presencia femenina, con el arte del cuidar y con el goce que supone la empatía. Por eso tampoco me sorprendió cuando la vi por primera vez hace ya unos meses que el eje de Loreak fueran tres personajes femeninos. Algo, por otra parte, muy poco habitual en un cine en el que el protagonismo mayoritario suele ser de los hombres y en el que ellas casi siempre aparecen como apéndices de los héroes de la película.
Las tres mujeres que confluyen en la película –Ane (Nagore Aramburu), Tere (Itziar Aizpuru) y Lourdes (Itziar Ituño)– son personajes que, en distintos momentos de su vida, están incómodas con el papel que les ha tocado, insatisfechas, necesitadas de un giro que les permita enfrentarse a los días con una mayor alegría. Tal vez sería exagerado decir que están mustias, pero puede que ese sea el adjetivo más adecuado para describir a unas mujeres, sobre todo Ane y Lourdes, que parecen incómodas con su proyecto vital y, muy especialmente, que viven inmersas en relaciones que les provocan, como mínimo, inseguridades y tristezas. De manera muy distinta, Ane y Lourdes parecen estar al borde del abismo, pero continúan sujetas a la realidad a través de unas relaciones precarias y de unos días en los que parece pesar más la soledad que la compañía.
Loreak, elegida como candidata española a los Oscar, es una bellísima película, dirigida y escrita por tres hombres (José Mari Goenaga, Aitor Arregi y Jon Garaño), en la que las flores juegan diferentes papeles. Son metáfora de las heridas abiertas, de la proyección emocional de las personas que las usan, de la memoria y de un ciclo vital que necesariamente conduce a la muerte. Al mismo tiempo, son el hilo que genera una sororidad admirable, elegida, y que nos muestra un tipo muy distinto de complicidad emocional al que solemos desarrollar los varones entre nosotros.
En esta historia ellos son los personajes secundarios, los que apenas hablan ni se encuentran, los que incluso, como en el caso del marido de Ane, son los verdaderamente mustios de la función. Quizás podríamos pensar que, una vez más, son ellos los que parecen condicionar las acciones y pesares de ellas –de la esposa, de la “enamorada”, de la madre-, pero creo que en Loreak la historia supera ese condicionante tan patriarcal.
Evidentemente estamos ante mujeres angustiadas, faltas de brío, enormemente determinadas por sus relaciones de pareja, sus contextos familiares o su propio ámbito laboral, pero también es cierto que la sensación con la que acabo la película es que ellas acaban superando una determinada etapa que las tenía absolutamente frenadas. Ane reconoce que ha conseguido olvidar, Tere está en manos de la enfermedad que no entiende de tiempos, Lourdes ha sido capaz al fin de situar en el justo lugar de la memoria al hombre al que no sabemos si amó o no. Su gesto final es para mí un gesto de inicio. De un nuevo rumbo. Las flores sirven también en este caso para sellar el comienzo de otra etapa vital. Recordemos que ella también en un momento de la película se deshace, salvajemente, de las plantas que cuidaba su pareja.
No sé si Loreak tendrá muchas oportunidades en la selva de Hollywood. Sí que la tengo presente como la película española que más emocionó en el pasado año. Frente a títulos como Magical Girl, El niño o La isla mínima, en las que volvían a contarnos historias de hombres en las que ellas eran apenas marionetas o coadyuvantes necesarios, la película vasca me reconcilió con otra mirada que tiene que ver con ese universo femenino que, entiendo, debería universalizarse para que todas y todos fuésemos mejores seres humanos.
Loreak es, además de una obra bellísima, una celebración de los vínculos emocionales, de la fragilidad que nos hace tan hermosamente dependientes de los otros, de la necesaria autonomía que solo puede ser finalmente relacional. Y es una auténtica maravilla que sean tres voces de mujeres las que nos pongan de relieve esos valores. Tres voces que nos vuelven a demostrar que ellas continúan siendo en gran medida las princesas maltratadas del cuento y que nuestro mundo no será mejor mientras que nosotros sigamos comportándonos como lo hacen los tíos de la película.
Solo mediante esa revolución masculina haremos posible que las mujeres dejen ser los personajes mustios de las películas o que su rol sea muy distinto al de una Mrs. Dalloway que compra flores para una fiesta. Por eso me gustaría pensar que Ane ha finalmente entendido que, además de que es bello que a uno le regalen flores, más bello es aún que seamos libre para decidir cuándo y a quién las regalamos nosotros, al igual que Lourdes ha aprendido que solo ella es la que debe tomar las riendas de su vida. Aunque eso implique colocar los recuerdos en su justo lugar y superar la concepción romántica del amor. Solo así no tendrán que esperar, como Tere, a que una enfermedad sea finalmente la que les permita superar su papel de eternas cuidadoras y la que, en un juego perverso, confirme su dependencia de los demás.
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