El supremo
Bach es un músico tempestuoso, pasional, y lo seguimos oyendo como si no hubieran pasado 300 años de su muerte

Uno de los hombres más inteligentes que he conocido, Agustín García Calvo, no soportaba la música. Mencionabas a Beethoven y arrugaba el morro con un asco infinito. Oírlo, decía, es como si quisiera meterme un alma por la oreja. Eso sí, en cuanto sonaba algo de Bach se transformaba y su persona, casi siempre en modo de embiste, se serenaba, un suspiro escapaba por entre sus patillas boca de hacha y caía en una grave meditación. Preguntado sobre la causa de esa excepción, aseguraba que Bach no escribió música, sino geometría o quizás silogismos. Y que tal cosa solazaba su ánimo.
Se equivocaba, claro, Bach es un músico tempestuoso, pasional, y lo seguimos oyendo como si no hubieran pasado 300 años de su muerte. Pero es cierto que lo que uno oye en la música de Bach no es lo que suena en Mozart, en Mahler, en Gubaidulina o en The Who. Se oye en él la blancura de los templos calvinistas, las naves desnudas de las iglesias provinciales de Holanda, de Dinamarca, de Suecia, en las que solo cabe un leve rumor que llama a escena a Dreyer, a Kierkegaard, a Mondrian. Templos del ocultamiento de Dios y de sus tempestades heladas.
Siempre será para nosotros un enigma cómo este hombre rodeado en su casa por una horda de 20 hijos, cada uno con un instrumento en la mano, en la boca, en la glotis, pudo alcanzar la concentración necesaria para urdir la escala que lleva a lo humano en tanto que divino y viceversa. Por fortuna, uno de sus mejores intérpretes, John Eliot Gardiner, nos lo explica en las bellas 922 páginas de La música en el castillo del cielo, traducido por otro gran músico, Luis Gago. Benditos sean los tres: arroyo, jardinero y tartamudo.
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