Tot el camp
Las redes sociales han inaugurado para cada español una enorme afición virtual
Ayer, mientras pasábamos por delante del Santiago Bernabéu, un amigo recordó una de las mejores experiencias de su vida. Me dijo que de joven había vivido cerca de allí, en Padre Damián, gracias a su primer sueldo. Hacía el amor con las ventanas abiertas en hora de partido, cuando el fútbol era a las cinco.
Él y su chica querían llegar al orgasmo en medio de un gol del Madrid y que se produjese una avalancha de 100.000 personas en su cama. Acoplaban el ritmo al juego de la Quinta guiándose por el murmullo de la afición: su novia aprendió a distinguir, por el movimiento de sus caderas, cuando Butragueño se paraba en el área, Gordillo llegaba a línea de fondo o Jan Urban, de Osasuna, metía un hat-trick. Yo imagino aquellos polvos como los más tensos del mundo, una especie de retransmisión sexual del 4-4-2 de Beenhakker. Mi amigo me dijo que la comunión que se producía entre ellos y el estadio era tal que a veces tenía miedo de que Hugo entrase a rematar en casa. “¡A un toque, Hugo siempre a un toque!”, se pondría a gritar Rosety en la radio.
La pareja nunca lo logró. Desistieron cuando Antic llegó al Madrid (el equipo ganaba pero aburría) y la relación entró en barrena cuando Floro llegó a Chamartín con un psicólogo. Cerraron las ventanas, bajaron las persianas y empezaron a hacer el amor en medio de las sesiones del Congreso con la voz de Aznar atronando: “Váyase, señor González, ¡váyase!”, pero mi amigo se apellida Fernández.
Dos horas antes, en la mesa, hablábamos de lo mismo. La necesidad que tenemos de acompasar nuestros movimientos al público, de hacer parecer que nuestros méritos o nuestros fracasos van acompañados de la reacción de un estadio de fútbol. Las redes sociales han inaugurado para cada español una enorme afición virtual, y cualquiera puede pensar que sus celebraciones y sus pitadas tienen relación con ellos. Pero el público está reaccionando a la subcontrata de sus ideas en manos de quienes las expresan mejor, con más gracia, con más finezza, con más sal gorda, con más violencia. Algo con lo que escuchar esas frases tan comunes que se resumen en una: “Eres bueno porque eres como yo”.
Es difícil cerrar las ventanas cuando el estadio está pegado a casa y puedes freír un huevo con el rugido del público. Mi amigo me acabó diciendo que lo peor de aquella época no era acabar el polvo, sino que terminase el partido. Esas 100.000 personas salían del campo y se iban a sus casas. Hasta los futbolistas se duchaban y se recogían. Todo lo que quedaba era una enorme nostalgia y un puñado de sábanas hasta arriba de ADN.
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