Himnos
Me dan miedo tanto los que se emocionan al escuchar un himno como los que lo abuchean
Sólo hay un himno mejor que el de España, que no tiene letra: el de Cármenes, un pueblecito del norte de León, que no tiene ni letra ni música. Cada verano, al comenzar la Semana Cultural (esa plaga de los pueblos interiores, que se aburren), la población (100 personas en invierno) lo interpreta puesta en pie moviendo la boca dirigida desde el escenario por una persona que, al acabar, se tira al patio de butacas.
El de Madrid tampoco está mal (me refiero al que escribió el filósofo anarquista García Calvo por encargo), más que nada porque ningún madrileño lo sabe y nunca se ha interpretado, que yo conozca. El resto, todas esas canciones encendidas y animosas, marciales o melancólicas, que hablan de cortar cabezas, de derramar la sangre ajena y la propia defendiendo el solar de los antiguos, de poner de rodillas al enemigo como si fuera un león o de ensalzar las glorias de la nacionalidad, siempre mayores que las de los países vecinos, aparte de intercambiables y de musicalmente aborrecibles salvo excepciones, son tan insoportables como las de la tuna. El problema es que a ésta nadie la toma en serio y a los que tocan los himnos oficiales, sí.
La polvareda que se ha formado por la pitada al himno español (al que para mi gusto le sobra la música, ya digo) en la final de Copa del Rey de fútbol por parte de los espectadores, catalanes y vascos en su mayoría, hay que entenderla desde ese mal gusto, que explica tanto la nula educación de aquéllos como las reacciones de los españolistas, que se han visto ofendidos en su honor por la pitada, algunos tanto como para pedir, no ya sanciones penales o deportivas contra los protagonistas, sino el bombardeo mismo de Barcelona. Yo les comprendo, pues he llegado a desear lo mismo, sólo que al revés, cuando en campos de fútbol de Madrid, donde vivo, he escuchado a miles de personas cantar el ¡Que viva España! de Manolo Escobar fuera de sí cuando los jugadores del Barcelona o de los equipos vascos saltaban al campo saludándolos protocolariamente para continuar después con eslóganes dirigidos a éstos del estilo de “¡Puta Cataluña!” o “¡No son españoles, son hijos de puta!”. Quizá lo decían, vaya usted a saber, porque de los 11 jugadores siete eran extranjeros, no porque los cuatro fueran catalanes.
Como aficionado al fútbol estoy ya acostumbrado a la anormalidad humana y, como español, debería estarlo también a la mala educación de mi país, que en eso no distingue entre nacionalidades y regiones, y no tomarme en serio las reacciones de mis compatriotas, lo sean de buen grado o por obligación legal. Pero a mí me dan miedo tanto los que se emocionan al escuchar un himno como los que lo abuchean.
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