Entre la incompetencia y ‘Minority Report’
La final de Copa en Barcelona rompe el principio de neutralidad y demuestra el torticero sentido de la democracia que tiene la Federación
Una final de Copa del Rey no tiene la seriedad estratégica de la Liga de fútbol, un largo camino en el que pesan todas las variables infinitesimales, desde el fondo de armario de los banquillos hasta las fases coyunturales de euforia o depresión de los jugadores; tampoco alcanza el glamour impostado de la Champions, donde los clubes enriquecidos del continente (con el petróleo, con la especulación inmobiliaria o con la privatización de los activos públicos de la madrecita Rusia) ponen a jugar los millones gastados en fichajes y los egos de sus presidentes. Pero la Copa del Rey tiene tradición y tiende a igualar las probabilidades entre equipos ricos y pobres. No es un torneo menor ni puede ser gestionado con la arbitrariedad displicente de un colegio dictatorial.
Este año, Athletic Club de Bilbao y Barcelona FC disputarán la final de Copa en el Camp Nou. Se juega en el campo de uno de los contendientes por decisión adoptada después de saber quiénes eran los finalistas. Sepan el señor Ángel María Villar y la Federación Española de Fútbol que jugar ese partido en el Camp Nou vulnera las condiciones de neutralidad de una final y supone aceptar un ventajismo descarado a favor de uno de los contendientes. ¿Cómo se ha llegado a esta invectiva contra la neutralidad competitiva imprescindible en cualquier competición a la que se quiere dotar de seriedad? Pues por pura incompetencia de los reguladores futbolísticos, incapaces de poner orden en cualquier ámbito de su oficio, sea fiscal, corporativo o competitivo.
Resulta, en síntesis, que el estadio del Real Madrid se excluyó como sede bien porque sus dirigentes no soportan que en su campo jueguen dos equipos cuyas aficiones van a silbar probablemente el himno español, bien porque el presidente del club no acepta el riesgo de que el Barcelona gane un título en su terreno (exquisita elegancia), bien por ambas razones. Ofuscados por la premura de tiempo y limitados por su incapacidad para imponerse a los clubes, los directivos de la Federación (vamos a repartir piadosamente entre muchos la responsabilidad del sinsentido) recurrieron a un remedo grotesco de democracia: pusieron a votación (en segunda instancia) si se debía jugar en Barcelona o en Bilbao. Ganó Barcelona porque los muñidores del club catalán son más activos o influyentes que los del Athletic; pero la decisión hubiese sido igualmente dañina si hubiese ganado San Mamés.
La federación ha envilecido la competición; conviene que esto se recuerde sea cual sea el resultado de la final. No ha sabido resistir la presión de la turbamulta política, preventivamente ofendida por los esperados silbidos al himno; estamos en el universo de Philip K. Dick (Minority Report), donde se evitan y juzgan los delitos antes de que se cometan. Y dictó el método más torticero para elegir campo. ¿Acaso se puede poner a votación una alternativa entre dos males cuando está en la mano una opción neutral? ¿Tan difícil es designar a comienzo de temporada cuál será el campo donde se jugará la final? ¿O es más rentable utilizar la competición para pagar favores?
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