Lamento
Andreas Lubitz dejó al azar el macabro capricho de escoger a los 150 inocentes desconocidos a quienes condenó a morir con él
El morro de un avión embiste, como la cabeza de un toro bravo, contra una pareja de ancianos que disfrutan de la tarde en un jardín primorosamente cuidado. Un segundo antes, en el interior del aparato, un psiquiatra ha golpeado la puerta de la cabina para gritarle al piloto que han sido sus padres, que estarán plácidamente sentados en su jardín, y no todos los pasajeros del vuelo —su exnovia, un profesor que le suspendió en un examen, un compañero que se reía de él en el colegio, etcétera—, quienes han arruinado su vida. Así arranca la esplendorosa Relatos salvajes, del argentino Damián Szifrón, una de las mejores películas que he visto últimamente. Su brillante principio fue lo primero que me vino a la cabeza al conocer la historia de Andreas Lubitz, autor del trágico accidente de Germanwings. La realidad supera a la ficción, porque Lubitz no seleccionó a sus víctimas, dejando al azar el macabro capricho de escoger a los 150 inocentes desconocidos a quienes condenó a morir con él. Más allá del dolor de las familias, de la despiadada crueldad de la acción que les ha despojado de sus seres queridos, me ha sobrecogido la frecuencia con la que se producen accidentes por esta causa, y el hecho de que los hayamos ignorado hasta ahora. Los comandantes suicidas o, mejor dicho, los comandantes suicidas asesinos, han golpeado durante los últimos años en aviones pertenecientes a compañías de países subdesarrollados, como Malasia, Mozambique, Egipto, Indonesia o Marruecos, sin que la comunidad internacional se planteara cambiar las regulaciones de seguridad en ninguno de esos casos. Tal vez, de lo contrario, ahora no tendríamos nada que lamentar, y el recuerdo de una buena película no nos dejaría un sabor amargo en el paladar.
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