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Columna
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El dedo

Estamos contaminados por el ruido del mando, esa voz apodíctica, que no escucha y solo espera obediencia

Manuel Rivas

El gesto del dedo a la boca del ministro de Defensa en el Congreso responde a un software imperativo que ha amilanado nuestra historia. Quevedo ya se rebeló hace siglos contra ese dedo intimidatorio, “silencio avises o amenaces miedo”, con su pieza de hip hop: “No he de callar”. Pero el dedo sigue ahí, en la vida oficial y doméstica, con su tecnología de mando obsoleta, pero muy operativa. Como sigue el delegado del Gobierno en Andalucía, que ha señalado con ese dedo punzante al enemigo: el diablo es catalán. ¡Y yo que pensaba que era un catedrático de Santiago! En estos casos, lo más conveniente para el sistema sería apagar los cacharros y reiniciarlos. Entre las novedades del Congreso Mundial del Móvil se ha echado de menos una herramienta para desarrollar la más fascinante aplicación humana: la de escuchar. Con un simple giro de la cabeza, y una sutil inclinación, el ser humano puede escuchar al otro. Escuchar es lo contrario de dominar. El primer maltrato es no escuchar. Estamos contaminados por el ruido del mando, esa voz apodíctica, que no escucha y solo espera obediencia. Incluso en los espacios de debate mediáticos penetra ese ruido de mando, ese tono de desprecio que parece decir entre dientes: “Para que perder el tiempo con palabras, si podríamos arreglarlo a hostias”. El carisma se debería medir por la capacidad de escucha. Así llamaban, el Escucha, al marinero capaz de entender lo que murmura el mar: anticipar la tormenta o la bonanza. Y no parece mala tesis la de que Dios inventó al ser humano para oírle contar cuentos. Claro que el escuchar tiene sus riesgos. Como cuando Max Jacob, vanguardista y místico, fue a conversar con la virgen del Sacre-Coeur y esta le espetó: “¡Mira que eres feo, mi pobre Max!”.

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