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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Las confusas actividades del último jarrón chino

Soledad Gallego-Díaz

José Luis Rodríguez Zapatero ha empezado a desplegar una actividad muy intensa que no es fácil calificar: ¿es una tarea profesional? ¿Política? ¿Humanitaria? Sería bueno aclararlo, porque ha sido durante ocho años presidente y porque, en la actualidad, es miembro del Consejo de Estado, el máximo órgano consultivo del Gobierno español. El expresidente tiene 54 años y es lógico que no quiera dar por acabada su vida profesional, o quizás su vida política, pero su dinámica reaparición está rodeada de excesiva confusión.

¿Quiere tener actividad profesional y ayudar al exministro de Exteriores Miguel Ángel Moratinos en la empresa que este ha creado para defender los intereses de determinadas empresas y que mantiene excelentes relaciones con Gobiernos como el de Guinea? Muy bien: solo tiene que abandonar el Consejo de Estado y comunicar al Gobierno su nuevo papel empresarial.

¿Quiere volver a la política? Perfecto, no tiene más que dimitir del Consejo de Estado y comunicárselo al PSOE. ¿Quiere desarrollar una actividad humanitaria? De acuerdo, entonces puede seguir siendo miembro del Consejo de Estado, pero tendría que no mezclar esa, digamos, vocación, con las empresas de exportación y, quizás, debería también comunicar a los ciudadanos en nombre de qué organización está desplegando sus habilidades. Lo que no es correcto es que corra la idea de que lo hace en nombre del Comité de la ONU para la Abolición de la Pena de Muerte, como se ha dicho, porque dicho comité no existe. Lo que existe es una Comisión Internacional contra la Pena de Muerte que fue creada, precisamente, por Rodríguez Zapatero.

Si el expresidente está interesado en la labor humanitaria, no se comprende qué sentido tiene que acuda a una reunión en la ciudad de Dajla, la antigua Villa Cisneros, en el Sáhara Occidental, convocada por una organización privada suiza que tiene el nombre de una estación de esquí, Crans Montana Forum, pero sede en Mónaco, y que no funciona como ONG. Su objetivo, según su web, además del siempre encomiable “promover un mundo más humano e imparcial”, es la más remuneradora tarea de organizar reuniones internacionales en las que representantes de los Gobiernos y del mundo de los negocios “fortalezcan sus relaciones, establezcan nuevos contactos y construyan nuevas oportunidades de colaboración”.

El expresidente Zapatero despliega un gran dinamismo, difícil de calificar

La política española ha tenido hasta ahora la peculiaridad de fabricar expresidentes menores de 55 años: Adolfo Suárez tenía 49 cuando renunció; Felipe González, 54 cuando cumplió su último mandato; José María Aznar, 51 cuando optó por no volver a presentarse, y el propio Zapatero la misma edad, 51 años. Difícilmente se puede encontrar otro país con un plantel tan abundante de jóvenes y experimentados expresidentes (“jarrones chinos”, los denomina González) en busca de un nuevo papel en la vida.

El hecho de que disfruten de una pensión vitalicia de unos 75.000 euros anuales o de que puedan ser miembros del Consejo de Estado, si así lo desean (lo que implicaría otros 70.000 euros al año), no es determinante, porque, en muchos casos, lo que los expresidentes buscan no es solo acrecentar sus ingresos, sino mantener una actividad y un reconocimiento público. Para lo que sí debería ser determinante esa pensión es para exigirles que no desplieguen sus actividades en empresas que hayan sido beneficiadas por decisiones públicas durante sus mandatos. Quizás también para pedirles que actúen con precaución para evitar implicar al país que, de alguna forma, siguen representando. Quien más tiempo lleva en el retiro, Felipe González, ha tenido siempre, por ejemplo, un exquisito cuidado a ese respecto y podría ser el modelo. Pero, sobre todo, la idea sería obligarles a realizar sus nuevas actividades con un razonable nivel de transparencia: ¿quién ha pagado los viajes de Rodríguez Zapatero a Malabo, La Habana y Villa Cisneros?, ¿la Comisión contra la Pena de Muerte? No es posible dejarlo al cuidado del sentido común de sus protagonistas, porque está demostrado que, como decía Descartes, el sentido común es algo demasiado bien distribuido: nadie cree que necesite más. solg@elpais.es

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