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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La educación de una princesa

Debería haber un debate sobre el tipo de aprendizaje que conviene a doña Leonor y si ha de cursar estudios en las academias militares. El Parlamento, junto con el Gobierno y el Rey, han de fijar objetivos y contenidos

EVA VÁZQUEZ

La Constitución de 1812 atribuía a las Cortes la aprobación del plan para la educación del Príncipe de Asturias (artículo 131.22), facultad que comentó uno de los exégetas de esta Constitución, el agustino progresista Eudaldo Jaumeandreu. Remontándose a La República de Platón y a Alejandro de Macedonia, Jaumeandreu recordaba el Derecho Histórico español y los tratados de educación de príncipes para formular un retórico interrogante: “Si la educación e instrucción pública reclaman la atención del legislador, ¿con cuánta mayor razón deberá inspeccionar la que se proponga para los príncipes herederos del trono, que son, como dice el político Saavedra, los instrumentos de la felicidad política y de la salud pública?” (Curso elemental de Derecho Público.Barcelona, 1820, páginas 312-313). Por otra parte, el tema no era una novedad en ese tiempo, pues ya la Constitución francesa de 1791 ordenó dictar una ley para regular la educación del rey menor y del príncipe heredero.

La participación parlamentaria en la educación del heredero de la Corona no volvió a aparecer en el constitucionalismo español, pero tampoco desapareció la preocupación por el tipo de educación que habría de recibir el rey o el heredero. Se ve en algún capítulo de las memorias de la condesa de Espoz y Mina, el aya liberal de Isabel II, y se ve, al cabo de muchas décadas, en un artículo de Adolfo Posada, profesor de Derecho Político de Oviedo. En 1894, cuando Alfonso XIII aún no tenía ocho años, Posada publicó en La España Moderna, la revista de Lázaro Galdiano, el artículo La educación del Rey (número 63, marzo 1894, páginas 29-42). Tras disculparse por la osadía de suscitar el tema, Posada señalaba que la educación del rey era un asunto que importaba mucho a los españoles y se preguntaba cómo se educa a un rey de modo que comprenda bien el papel representativo que ha de desempeñar. Y respondía: “Debe ponérsele en un medio educativo en el cual el niño advierta lo menos posible que es rey”. Vista la trayectoria política de Alfonso XIII, las recomendaciones de Posada cayeron en saco roto.

Tras la abdicación de Juan Carlos I se advierte un esfuerzo por parte del nuevo Rey para mostrar transparencia, pero llama la atención que el Monarca no ofrezca, ni los partidos políticos reclamen, un debate sobre el tipo de educación que conviene dar a la princesa Leonor. A primera vista, hay tres cuestiones que deberían debatirse: la naturaleza del centro educativo donde está cursando la enseñanza preuniversitaria, el contenido de la enseñanza superior que debería cursar y la conveniencia de que también curse estudios en las academias militares o en otros centros de formación de funcionarios.

Elegir un centro público o un centro privado no es baladí; está enviando un mensaje a los ciudadanos

El primer punto sobre el que se debería reflexionar es la naturaleza del centro educativo donde la futura reina cursa la enseñanza preuniversitaria. El hecho de elegir un centro público o un centro privado no es baladí porque se está enviando a los ciudadanos un mensaje: los centros privados proporcionan enseñanza de mejor calidad que los centros públicos. Y si siempre es un mensaje negativo para lo público, que es garantía de igualdad, actualmente, cuando algunas comunidades autónomas están desmontando concienzudamente la enseñanza pública, el mensaje es preocupante. ¿Es que en los distritos de Moncloa-Aravaca o de Fuencarral-El Pardo, donde se ubica La Zarzuela, no hay un solo centro público que pueda dar la formación que necesita una reina? Y si el mensaje es desalentador para los millones de españoles que llevan a sus hijos a los centros públicos, el asunto tiene otra derivada más sutil. En un centro privado la princesa de Asturias se relacionará y forjará previsiblemente amistades con niños de un mismo origen social, pero si acudiera a un centro público el espectro de niños que conocería y con los que quizá entablaría amistad sería más amplio, más representativo de la sociedad sobre la que reinará —algo similar ocurre con el tipo de sanidad a la que acude la familia real, como se vio en una carta al director de este diario el pasado 23 de noviembre—.

El segundo punto que se debería analizar es el contenido de la enseñanza superior que cursará. Para una persona que va a dedicar su vida y su profesión a representar al Estado parece que le serán útiles conocimientos jurídicos, politológicos, económicos y sociológicos. Pero el grado de Derecho o el de Ciencias Económicas y Empresariales no capacitan por sí solos para ser buen servidor del Estado. ¿Y si la princesa de Asturias muestra capacidad y afición por la Biología o quiere estudiar Ingeniería Industrial? La canciller Merkel es química de profesión y el ingeniero de caminos Leopoldo Calvo-Sotelo podría haber sido un buen presidente en otras circunstancias. Si, como establece la Ley Orgánica del Derecho a la Educación de 1985, la actividad educativa persigue, entre otros fines, el pleno desarrollo de la personalidad, la adquisición de hábitos intelectuales y técnicas de estudio, y la capacitación para el ejercicio de actividades profesionales, puede pensarse que lo importante es que la futura Reina curse las enseñanzas universitarias para las que esté más inclinada o se sienta más motivada. Pero han de ser los profesionales de la pedagogía los que deberían opinar y formular propuestas.

El tercer tema a debatir es más específico. Con ocasión de la proclamación del nuevo Rey, el ministro de Defensa afirmó que la princesa heredera cursaría estudios en las academias militares, presumiendo que el modelo de enseñanza militar del padre y del abuelo de la princesa sigue siendo válido. Pero en política hay pocas presunciones válidas. Empecemos por una digresión que se hace necesaria. El artículo 62.h) de la Constitución, que atribuye al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, pudo ser útil en 1978, cuando había unos ejércitos franquistas que podían entorpecer el camino a la democracia, pero en el siglo XXI es un anacronismo. El mando supremo de las Fuerzas Armadas corresponde efectivamente al Gobierno y a su presidente y así se debería reflejar en la Constitución cuando se reforme. Esa atribución ha desaparecido de las Constituciones más modernas de las Monarquías europeas (Suecia de 1974 y Países Bajos de 1983) y sólo se conserva, entre las más recientes, en la belga de 1994. Si la presencia de la princesa de Asturias en las academias se justifica por su futuro mando supremo de las Fuerzas Armadas, va siendo hora de debatir si la ineluctable reforma constitucional no ha de derogar esa atribución regia.

El estereotipo del rey-soldado conserva relaciones privilegiadas con las Fuerzas Armadas

Más allá de las previsiones constitucionales, el paso de la princesa por las Academias militares ha de enfocarse desde otros puntos de vista. En primer lugar, desde el punto de vista de la eficacia formativa de esos estudios. Para la formación de un jefe del Estado tan importante como los centros militares pueden ser, por ejemplo, la Escuela Diplomática, la Escuela de Hacienda Pública o, con visión más generalista, el INAP. En segundo lugar, hay que evitar el estereotipo del rey-soldado que conserva unas relaciones privilegiadas con las Fuerzas Armadas, relaciones que incluso pueden desenfocar la visión que tenga el monarca sobre los temas militares. Ello no quiere decir que la futura reina no reciba formación en temas militares y de seguridad, pero de la misma manera que ha de acceder a otras muchas áreas de conocimiento que necesita un monarca.

Siempre es impertinente decir a unos padres cómo han de educar a sus hijos. Pero pertenecer a la familia real tiene unas cargas que no penden sobre el resto de los ciudadanos. Si, como decía Gumersindo de Azcárate, el rey es un funcionario del Estado, un servidor del país, y no una institución social (El régimen parlamentario en la práctica. Madrid, 1931, página 146), ha de ser el Parlamento, junto con el Gobierno y el propio rey, el órgano que fije los objetivos y contenidos generales de la educación de los titulares de la Corona.

Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense de Madrid.

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