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Tribuna
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El cielo tendrá que esperar

En democracia la única revolución que funciona es la del cambio progresivo

Muchos de los creyentes socialdemócratas recurren al insulto, al desprecio o a la indignación frente a los que también quieren alzar la bandera del cambio y la justicia social. Aun a riesgo de parecer herejes, no nos parece la mejor manera de encarar lo que es hoy un hecho: cada día más gente de nuestros entornos nos dice que va a votar a Podemos. Y no es porque se hayan vuelto unos radicales, ni porque no piensen —como pensaban ya antes— que el mundo es complejo y las soluciones también. Tampoco porque hayan desempolvado carteles de líderes dudosamente democráticos similares a los que, por cierto, la generación de la Transición sí tenía en su salón. No es nada de eso. Van a votar a Podemos porque emocionalmente están indignados con todos los responsables de un sistema que ven carcomido y de un pacto social cosido en la Transición que ha saltado por los aires. Y se han convencido de que, dado que nadie tiene credibilidad, Podemos es el revulsivo más racional para regenerar un sistema de partidos e instituciones caduco, que todo el mundo dice que cambiará pero que nadie cambia.

 La política debe ganar crédito propio más que quitárselo al adversario. Con lo que la socialdemocracia perderá si se dedica a ser valor refugio y cae en la trampa de contraponer razón a emoción: un alud de propuestas que no molestan, pero tampoco ilusionan. No nos referimos a vender la ilusión de las grandes proclamas, de una “sacudida democrática” o de “asaltar el cielo”. Nos referimos a vender la ilusión de la única revolución que en democracia funciona: la del cambio progresivo. Una revolución de las pequeñas cosas capaz de generar, a la vez, ilusión y credibilidad. Una política con sentido y sustancia, pero también auténtica; es decir, con tantas contradicciones e incertidumbres como tiene la vida misma. Que tanto en fines como en medios, salga de la zona de confort.

Porque decir que nuestro fin es la regeneración, el crecimiento o el mantenimiento del Estado de bienestar; prometer más derechos en más leyes o apelar a la igualdad o a la transparencia, admitámoslo, no significa ya nada. Y configura este modo tan español de hacer política: “¡Hola. Vóteme! Voy a solucionar sus problemas. Estoy a favor de lo bueno y en contra de lo malo”.

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El centroizquierda radicalmente reformista debería hacer un programa con tantos noes como síes, que rehúya de las soluciones aparentes. ¿Podemos dejar de hablar tanto de contundencia con los corruptos y empezar a proponer cambios en las instituciones que eviten, por ejemplo, el desvío de costes de las obras públicas? ¿Podemos dejar de hablar tanto de volcar montañas de datos en la web y empezar a abrir la cámara acorazada de la toma de decisiones para que, por ejemplo, se pueda saber en tiempo real a qué empresa compra la Administración el papel de oficina? ¿Podemos dejar de hablar tanto de impuestos progresivos (EE UU es el país con el sistema impositivo más progresivo del mundo y no es precisamente un modelo de igualdad) y empezar a hablar de cómo se reparte el gasto? ¿Podemos empezar a hablar de que no tenemos la fórmula —ni depende solo de España— para crear todo el empleo que falta? ¿Y que seguramente tendrá más que ver con el worksharing que con derogar o aprobar una ley? ¿Podemos dejar de hablar tanto de la división entre empresarios y trabajadores y empezar a hablar de ser productores y consumidores a la vez, de Uber y Airbnb? ¿Podemos dejar de hablar tanto de despolitización y empezar a sacar a los miembros de nuestros partidos de las instituciones falsamente independientes? ¿Podemos decir que la inmoralidad de que los ricos sean hoy más ricos se soluciona no sólo con que paguen más sino controlando su acceso al BOE? ¿Podemos dejar de sacralizar las listas cremallera que ponen a una mujer de dos pero no solucionan un problema que es de reparto del poder? ¿Podemos aceptar que mientras el número dos de cada partido sea el secretario de organización las estructuras quedarán inmunes al cambio?... ¿Queremos enfrentarnos a esos fantasmas o preferimos el confort de las frases hechas de siempre? ¿Y si esta vez no sirven?

La socialdemocracia ofrece respuestas originales en los momentos difíciles

En un mundo falto de certezas y sobrado de complejidad, es más efectivo plantearse interrogantes sugerentes y aceptar la autenticidad del “depende” que prometer (falsas) respuestas lineales. No podemos fabular sobre gobernar una colectividad sin contradicciones.

Pero no sólo en el qué, sino también en el cómo, hay que abandonar la zona de confort. Porque, si bien es cierto que necesitamos mucha más contundencia contra los abusos de un mal reparto del poder y unas élites más meritocráticas y representativas que resistencialistas, instalarse en una mera narrativa contra los poderosos sirve de poco. Otras formaciones “sin mochila”, sea Podemos sea Ciudadanos, siempre parecerán más convincentes en el combate. El PSOE no puede ser innovador en la guerra, pero lo puede ser en la paz. En esta estrategia tiene margen y modelos a seguir. Pues si algo hemos aprendido comparando países en todo tipo de indicadores es que el cielo no se toma por asalto, sino por consenso. Aquellos lugares, como Dinamarca, donde izquierdas y derechas —o empresarios y trabajadores, castas y descastados— han entrado históricamente en dinámicas consensuales tienen más renta per cápita, un crecimiento económico más sostenible y respetuoso con el medioambiente, más igualdad (económica, de oportunidades o de género), más satisfacción general con la vida, protegen mejor los derechos básicos de sus ciudadanos —de sanidad a educación pasando por todo tipo de derechos civiles y sociales— y son los más generosos en ayuda al desarrollo más allá de sus fronteras. Más emprendedores, más ricos, más progresistas y más solidarios.

Con esto no queremos decir que Dinamarca o los países nórdicos en general sean sociedades perfectas. Sufren incontables problemas. Pero, parafraseando a Churchill, sí que podemos decir que, desde un punto de vista progresista, Dinamarca es la peor sociedad del mundo con la excepción de todas las que han existido jamás. Si la política es el arte de hacer felices —o menos infelices— a los ciudadanos, no conocemos política que lo haya conseguido mejor que las políticas de consenso socialdemócrata.

Prometer más derechos en más leyes o apelar a la igualdad o a la transparencia no significa ya nada

Sin embargo, la triste paradoja es que, mientras la evidencia indica que el mayor progreso humano se ha alcanzado bajo esa política de consenso socialdemócrata, no hay nada más desprestigiado hoy día que el consenso, percibido como un reparto de poder para no cambiar nada. Tampoco la palabra socialdemocracia goza de buena salud y sólo se escribe ya después de la locución “la crisis de”. Pero en esto ha residido históricamente la fuerza de la socialdemocracia: en salir con una respuesta original en sus momentos más bajos, cuando más incompatibles parecían la economía de mercado y la justicia social; en romper con inercias adquiridas para buscar una sociedad, a medio y largo plazo, más justa.

Los socialdemócratas nórdicos, tan admirados ahora por Pablo Iglesias, han tenido éxito porque han hecho justo lo que él le recrimina a Pedro Sánchez: “Estar perdidos” en relación a políticas concretas —en lugar de ser dogmáticos— y “no saber si va a pactar o no” con partidos de la derecha —en lugar de mantenerse puros—. Por el contrario, los socialistas franceses, los griegos, los italianos, e incluso los alemanes, han sido más fieles a las esencias, de la reforma laboral a la administrativa. Así les va.

Sin eso, sin dudar, sin atreverse, sin arriesgar nuevas soluciones más allá de los titulares, la socialdemocracia quedará reducida a ser mera espectadora de esa épica bíblica en la que muchos quieren convertir la política en tiempos de crisis: la justicia poética de los David contra los Goliat. Mientras tanto, el cielo tendrá que esperar.

Rocío Martínez-Sampere es diputada del PSC al Parlamento de Cataluña y economista y Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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