Paliar la pobreza energética es bueno para el corazón
Hay evidencias científicas que relacionan ciertos problemas de salud con no poder mantener la temperatura recomendada por la OMS en el hogar. Y se deberían impulsar medidas preventivas
Durante los últimos meses, el debate político y social sobre la pobreza energética ha ocupado titulares y noticias destacadas en los principales medios de comunicación recordando a todos el elevado número de familias que durante los meses de invierno no pueden mantener los niveles indispensables de calentamiento en sus hogares. Sorprendentemente, el debate no ha ido acompañado de la necesaria atención a las evidencias científicas que muestran de manera fehaciente la estrecha relación entre temperatura ambiente y salud, así como de la imperiosa necesidad de políticas públicas que garanticen unos estándares adecuados a los requerimientos de salud.
Si tomamos indicadores de salud tan básicos como el número diario de muertos o de urgencias en los hospitales, veremos que en los días de más frío y más calor se registran más muertes y hospitalizaciones que los días con temperaturas más moderadas. Sabemos que con el frío, para mantener una temperatura corporal constante, se producen una serie de cambios adaptativos tales como el aumento de la presión arterial y de la viscosidad de la sangre. En las personas mayores y aquellas con patologías crónicas, estos cambios incrementan el riesgo de padecer enfermedades graves como infartos de miocardio, ictus o embolias pulmonares. El frío también reduce la capacidad del sistema inmunitario haciéndonos más vulnerables a infecciones como la gripe.
Se estima que un 40% del exceso de muertes en invierno son debidas a causas cardiovasculares y un 33% a causas respiratorias. Contrariamente a lo que se puede pensar, los países del sur de Europa, con inviernos más suaves, somos más vulnerables que los del norte a los efectos del frío en la salud. Así, por cada grado de descenso de temperatura en invierno, la mortalidad cardiovascular aumenta de media un 2,2% en los países mediterráneos y un 1,4% en los del norte y centro del continente. Este fenómeno se debe, probablemente, a una mejor adaptación al clima frío en los nórdicos.
Aunque a menudo asociamos estos efectos del frío a la temperatura exterior, hay bastantes evidencias de que las bajas temperaturas en el interior de las casas tiene un efecto importante en la salud. Un estudio en el Reino Unido mostró cómo los efectos de las variaciones en el termómetro son mucho más acusados en los hogares con peor eficiencia energética, y se estimó que un 22% del exceso de mortalidad en invierno sería evitable si el 25% de casas más frías tuvieran la misma temperatura que el 25% de casas más calientes. Teniendo en cuenta las evidencias existentes, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda mantener una temperatura de 21 ºC en el comedor o sala de estar y 18ºC en el resto de las habitaciones.
El pasado mes de octubre, Eduardo Montes, presidente de la patronal eléctrica UNESA, hizo unas polémicas declaraciones que partían de una obviedad: pobreza general y pobreza energética van ligadas. Así, según Montes, no se debe diferenciar la pobreza energética de la pobreza general y lo que hay que hacer es combatir esta última. La evidencia científica desmiente este argumento, ya que hay diferentes estudios que muestran que, con independencia del nivel socioeconómico, hay efectos en la salud que son imputables específicamente a la pobreza energética, y las intervenciones para paliar la pobreza energética tienen un impacto positivo directo en la salud.
Varias investigaciones han evaluado el impacto de intervenciones dirigidas a combatir la pobreza energética y que incrementaban la temperatura interior. Estos estudios, realizados en países como el Reino Unido, Escocia, Irlanda y Nueva Zelanda, han mostrado impactos positivos importantes tales como una disminución del incremento de mortalidad asociada al frío y de las enfermedades cardiovasculares como la hipertensión, una mejora del estado general de salud y la funcionalidad física, una caída de los síntomas de ansiedad y depresión, bajada de los problemas ocasionados por la artritis y el reumatismo, que haya menos de los casos de gripe, resfriados y otros problemas respiratorios y menos días de baja laboral.
Un aspecto especialmente punzante de la pobreza energética es que sus efectos son más notables en niños, especialmente, pero no únicamente en cuanto a la salud respiratoria. De la misma manera que en los adultos, los estudios sobre intervenciones en niños han mostrado un impacto positivo tanto en la reducción de la morbilidad respiratoria como en otros indicadores tales como los índices ponderales y de crecimiento, las visitas médicas a servicios de urgencias, o en un balance calórico de la dieta más adecuado. Hay que tener en cuenta que los niños que viven en hogares fríos necesitan más calorías que los otros para mantener unos niveles de crecimiento adecuados. Así pues, la pobreza energética tiene una incidencia en la pobreza alimentaria, especialmente grave en niños ya que las condiciones de vida en la infancia predicen el riesgo futuro de enfermedades cuando somos adultos.
Estas evidencias deberían ser suficientes para que existieran políticas públicas específicamente dirigidas a garantizar unos estándares de temperatura en el interior de los hogares adecuados para la protección de la salud y así mitigar los efectos de la pobreza energética. Las intervenciones en este ámbito deberían incluir una mejora de la información sobre la población afectada con especial atención a los grupos de población más vulnerables y especialmente de la población infantil. La falta de estudios realizados en nuestro país es un indicador de la falta de atención que hasta ahora ha merecido este problema. Tomar medidas para paliar la pobreza energética es, además de una cuestión de justicia social, un elemento más para reducir las desigualdades en salud.
Xavier Basagaña y Josep Mª Antó son investigadores del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL), centro aliado de ISGlobal.
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