Una humanización integral
Como si de la ética spinozista se tratase, la sociedad científico-técnica aborda las pasiones humanas a la manera “de líneas, superficies y cuerpos”. La intelectualidad peca de reduccionismo, limitando el estudio de la persona a constantes, variables, letras predicativas y otros formalismos que dejan al ser humano como el resultado de operaciones lógico-matemáticas y nada más. La verdadera hondura antropológica, antes bien, se alcanza aplicando el método de la comprensión, es decir, de la “recreación”, en la mente del investigador, de los motivos por los que la persona sufre, se corrompe, se fascina o se deprava de por vida. Comprender al otro en tanto que otro es una labor empática, de “preocupación afectiva, y por lo común emotiva, de un sujeto por una realidad ajena” (DRAE ‘dixit’). La objetividad geométrica pretendida por autores como el racionalista Baruch Spinoza no es extrapolable a un examen diligente acerca del “ser en cuanto ser y lo que le corresponde de suyo” (Aristóteles). O dicho de otro modo: las disquisiciones antropológicas que facilitan el humanismo integral no se hacen pasar por el tamiz de las integrales, derivadas, definiciones, axiomas, leyes, proposiciones y colofones que reinan en las ciencias exactas. No comprender esta distinción entre la ‘persona-objeto’ y la ‘persona sujeto’ supone dinamitar todo lo que el humanismo, como corriente filosófica, consiguió durante los siglos XV y XVI. Evoco unos versos del poeta Walt Whitman: “Sermones, credos, teologías... Pero, ¿y el insondable cerebro de los hombres? ¿Y qué es la razón, qué es el amor y qué es la vida?”— Manuel Castellanos Plaza.
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