Esperanza
Tengo la impresión de que lo que se está ventilando ahora mismo en España obedece a este mecanismo en apariencia simple, pero tan complejo como los sentimientos humanos
Es como el amor verdadero. No se compra, no se vende y lejos de disminuir, se acrecienta con las prohibiciones, los chantajes y las amenazas. Tampoco se puede fabricar en un laboratorio. Se resiste a las recetas preconcebidas, a la propaganda, y a lo que sus oponentes llaman sensatez, objetividad o sentido común. Quien alguna vez haya sido lo suficientemente insensato como para intentar que un adolescente, enamorado hasta la médula de alguien que no le gusta, rompa con su pareja, sabe muy bien cuáles son los resultados. Más amor, más pasión, una determinación progresivamente feroz a mantener su relación, cueste lo que cueste. Así es la esperanza, como el amor de los hijos adolescentes, con la particularidad de que puede llegar a extenderse para ilusionar a sociedades enteras, igual que la desesperanza logra apoderarse de todo un país para sumirlo en una unánime sensación de desahucio. Tengo la impresión de que lo que se está ventilando ahora mismo en España obedece a este mecanismo en apariencia simple, pero tan complejo como los sentimientos humanos, la materia refractaria por antonomasia a las reglas de los mercados. La esperanza es el cimiento de todas las revoluciones, el único motor capaz de levantar a masas inermes de desharrapados contra ejércitos bien armados. Y nueve de cada 10 intentos fracasan, sí, pero antes o después, los soldados se preguntan a sí mismos quiénes son, a quién se parecen, de quién se sienten hermanos. Entonces las revoluciones triunfan. No hace falta vivir en Cataluña, ni pertenecer a Podemos, ni tener un título de economista para comprender que sólo se puede derrotar a la esperanza sembrando una esperanza mayor. Todo lo demás es un trabajo estéril y, a menudo, bochornoso.
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