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“Soy buena actriz. Sin prepotencia ni modestia lo digo”

Lolita Flores culmina mañana dos meses de éxito encarnando a Colometa, la desgarrada heroína de ‘La plaza del diamante’, en el Teatro Español de Madrid

Luz Sánchez-Mellado
Lolita Flores, protagonista de 'La plaza del Diamante', en el Teatro Español.
Lolita Flores, protagonista de 'La plaza del Diamante', en el Teatro Español.Bernardo Pérez

Lolita Flores está tan cerca que se la podría tocar con solo estirar el brazo. Tan próxima, que casi se huele su perfume. Tan triste, que dan ganas de abrazarla. Está sentada en un banco de lo que parece un parque frío, desangelado, barrido por el viento. Una guirnalda de luces de verbena caída sobre el piso, como un recuerdo de la felicidad pasada, constituye el único atrezo. Así, sin más apoyo que un monedero de hule bajo la axila, un moquero de hilo bajo la manga, y las curvas sepultadas bajo una blusa anodina, Lolita cuenta la desgraciada historia de una mujer extraordinaria. Una heroína tan de otro tiempo que resulta ultramoderna. Una mujer tan animosa, pero tan vapuleada por la vida, que solo cuando está a punto de quitársela es capaz de hallarle sentido.

Con todo, lo más extraordinario es que, a los cinco minutos, uno olvida que está a un metro de Lolita, una de las mujeres más populares del país —hija de Lola Flores y Antonio González, hermana de Antonio González Flores, que en paz descansen— y empieza a ver a Colometa, la heroína de La plaza del diamante, el clásico de Mercè Rodoreda. Lolita Flores echa el telón este domingo a dos meses de éxito en el Teatro Español de Madrid. Sesenta noches de gloria con todo el papel vendido y hasta la crítica menos proclive al elogio rendida a la sobrecogedora encarnación, más que interpretación, de Colometa por parte de la misma señora que elevó la rumba Sarandonga a la categoría de himno nacional de la pachanga.

Porque Lolita, lo dice ella, actúa con las tripas. “No he estudiado. No soy actriz de método, sino de hígado, corazón y colon. Tengo que vivir lo que vivió esa mujer, ver lo que veía, sentir lo que sentía, no sé hacerlo de otra forma. Y por eso creo que el público lo vive, lo ve, y lo siente conmigo”.

—¿De dónde tira para vivir ese dramón en directo. De su vida, de sus penas, de sus recuerdos?

—De eso. Y del talento. Mira, ahí me voy a poner una medalla. Tú no puedes ir al mercado y comprar cuatro kilos de talento. Se tiene, o no se tiene. Yo sé que soy una actriz intrusa. Pero también sé que soy buena actriz, y buena cantante. Sin prepotencia ninguna, pero sin modestia te lo digo. Estaré a veces mejor y otras peor, yo soy mi peor crítica, pero tenerlo, lo tengo. ¿Que no me llaman del cine? Pues ellos se lo pierden.

"La popularidad ni me da ni me quita prestigio. Siendo de verdad, a la larga la gente te compensa"

Lolita Flores está, ahora, sentada ante el espejo de su camerino. Sobre el tocador, un frasco de Omnia, de Bulgari —la fragancia que casi se huele desde la platea—, y la infinita paleta de sombras de maquillaje que hacen falta para lograr parecer una mujer sin maquillar bajo los focos de la escena. Lolita despierta esa sensación que provocan las personas muy famosas cuando se las tiene enfrente. Como si conocieras de toda la vida a una completa desconocida. No hacen falta presentaciones. Es Lolita Flores. Esta mujer de físico menudo y poderoso a la vez que aparenta todos y cada uno de sus 56 años. Con esa piel tan morena. Con ese perfil de gitana antigua. Con esas ojeras arañadas “de tanto llorar en la vida”. Con esas canas blanqueándole la raíz del indómito pelazo de los de su estirpe. Hija de su madre y de su padre. A mucha honra.

Ha llegado al teatro caminando sola por la calle vestida con los vaqueros, la bota plana y el plumas negro que constituyen el uniforme de invierno de tantas urbanitas. Bueno, no del todo sola. La perseguían dos camarógrafos y sus redactores preguntándole por el inminente ingreso de su amiga Isabel Pantoja en prisión, y por el estado de salud de su matrimonio con el actor cubano Pablo Durán, el cual, según declaró ella misma en portada de la revista ¡Hola!, no atraviesa su mejor momento.

“He hecho esa portada para callar bocas”, explica, preguntada al respecto. “Había rumores, y quería ser yo la que los aclarara. Yo no vivo entre algodones. Tengo una vida, tengo un marido, tengo hijos, tengo una hermana, tengo deudas, tengo alegrías y tristezas. Y también tengo el derecho a hacer partícipe a la gente de mi verdad. Por eso hago reportajes en revistas. Para que la gente escuche de mi voz mis sentimientos. Unas veces he hablado de más, y otras de menos. Pero soy así y no puedo ser de otra manera”.

—¿Y no cree usted que esa sobreexposición mediática le ha podido restar prestigio como artista?

—Yo he sido transparente toda la vida. Mi madre me parió famosa. Me conocen por la voz hasta los ciegos a los que compro el cupón en un sitio cada día. La popularidad la veo como el cariño de la gente. Y no creo que me dé ni que me quite prestigio. No tengo trampa ni cartón, soy de verdad. Y siendo de verdad, a la larga la gente te compensa y Dios te lo premia. Si no, no se llenaría el teatro ni se pondrían de pie a aplaudir todos los días. Llevo 40 años trabajando, nadie me ha regalado nada.

Lo cierto es que, desde que se inició como cantante a los 17 años con el bizarro Amor, amor, Lolita ha sido una mujer de entradas triunfales, fueran precoces o tardías. Su debú en el cine con Rencor, de Miguel Albaladejo, en 2003, le valió el Goya a la actriz revelación a los 45 años. Y ahora, a los 56, inicia la gira de La plaza del diamante con fechas agotadas y la bendición unánime de los oráculos de la crítica. Se le supone feliz. Al menos, profesionalmente. Pero cierta nube en la mirada se empeña en llevarle la contraria. “Me pillas cansada. Han sido dos meses intensos y sin descanso. Hoy, además, es un mal día. Hace 15 años que murió mi padre. Y me acuerdo de él, mi madre y mi hermano todos los días”.

—Usted parece, como Colometa, acostumbrada a tirar del carro.

—Yo he tirado del carro toda la vida, y hace tiempo que no se me caen los anillos por nada. He enterrado a los míos. He superado un cáncer. Me estoy haciendo vieja. Pero yo vendo mi arte, y una arruga más o menos me da lo mismo.

—Lo dice quien creó Sarandonga, ese canto a la alegría de vivir.

—Mira, yo me lo he comido todo y, aunque esté a dieta, aún como lo mío. He vivido muchísimo, y lo que queda. Si me pongo en una balanza, diría que soy una mujer feliz, una mujer de éxito, una mujer amada y que ha amado mucho. Este es mi momento.

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Luz Sánchez-Mellado
Luz Sánchez-Mellado, reportera, entrevistadora y columnista, es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense y publica en EL PAÍS desde estudiante. Autora de ‘Ciudadano Cortés’ y ‘Estereotipas’ (Plaza y Janés), centra su interés en la trastienda de las tendencias sociales, culturales y políticas y el acercamiento a sus protagonistas.

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