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Tribuna
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¿Regenerar sin leyes?

Antes de reformar, lo que hay que hacer es conservar lo que está bien y hacer que se aplique

La necesidad de regeneración está ocupando cada vez más el centro de la agenda política. Y las propuestas son muchas. Casi todas ellas tienen forma de ley. Nuevos tipos delictivos que nos librarán de viejos delitos. Leyes y más leyes que nos sacarán del problema generado por leyes previas. Incluso los mismos que hicieron las leyes antiguas se prestan a hacer las nuevas y esta vez las harán definitivamente bien.

Yo soy de los que creen que no nos faltan leyes, ni leyes buenas, que para eso somos descendientes aventajados de la cultura jurídica latina. No quiero decir que no haya leyes que reformar. Pero antes de reformar, lo que hay que hacer es conservar lo que está bien y hacer que se aplique. Por ejemplo, se pueden reformar las leyes electorales, pero justo al revés de lo que plantean algunos “regeneradores”: si el sistema electoral funciona magníficamente y hace un casi perfecto retrato del voto ciudadano en las elecciones municipales, al igual que sucede en las europeas y en las autonómicas, pues dejémoslo como está. Si el sistema electoral al Congreso hace una foto distorsionada del voto popular, introduzcamos las reformas necesarias para evitar discriminaciones. No se regenera cambiando precisamente lo que funciona.

En segundo lugar y tras conservar lo que funciona bien y antes incluso de cambiar las leyes, vayamos al cogollo del problema y seamos claros: no nos faltan leyes buenas; nos sobra la ilegalidad y el fraude de ley. Y un instrumento importante para limitar el fraude de ley consiste en reforzar los checks and balances del sistema. En este punto cobran un papel esencial el poder judicial y las altas magistraturas e instancias independientes del Estado, como el Tribunal Constitucional, el Consejo General de Poder Judicial, el Defensor del Pueblo y toda una pléyade de instituciones de ámbito estatal, autonómico y local con vocación de independencia. Digámoslo sin vueltas: estas instituciones no pueden cumplir adecuadamente su función de contrapeso del poder porque han sido conformadas en fraude de ley, no valorándose la independencia respecto de los actores políticos, sino precisamente lo contrario, el seguidismo de estos, mediante un sistema de cuotas partidarias, a través del cual estos cargos son gestionados por los partidos como un plus a los escaños que les corresponden directamente por sus votos.

¿Cómo corregir esa disfunción? Pues no se va a corregir, en mi opinión, haciendo nuevas leyes y volviéndolas a defraudar, sino evitando que se defrauden las que existen, que por cierto, son buenas. No es mal criterio para seleccionar altos cargos exigir mayorías parlamentarias muy cualificadas. El problema es conseguir que esas mayorías seleccionen efectivamente a los profesionales mejores y más independientes respecto de los partidos. ¿Y cómo se consigue eso? No es fácil, pero al menos ya sabemos cómo no se consigue. No se consigue mediante reuniones secretas de fontaneros de los partidos que negocian entre ellos componendas para imponer los que le son más afines a cada partido, dentro de las cuotas que consideran que les corresponden en propiedad.

No es mal criterio para seleccionar altos cargos exigir mayorías parlamentarias muy cualificadas

Si algún partido deseara realmente que estas leyes se cumplieran de acuerdo a su letra y a su espíritu, creo que habría alternativas. Algunas de ellas incluso muy simples. Por ejemplo, se podría plantear un sistema de nombramientos diferente al actual, sin necesidad de cambiar la ley, ni siquiera las “cuotas de influencia” de los partidos. Bastaría con cambiar el sistema de negociación entre ellos, de forma que cada partido no pudiera proponer a los candidatos que le son más cercanos y proclives. Supongamos, por ejemplo, que previamente a la elección de uno de estos cargos, se conformara un amplio listado de todas las personas técnicamente cualificadas para acceder a él y que cada uno de los partidos sólo pudiera ir descartando de esa lista un número proporcional a la cuota que le corresponde en función de su entidad parlamentaria. Tras sucesivos procesos de descarte de los candidatos más rechazados por los diversos partidos en proporción a sus cuotas, acabarían quedando sólo los que menos rechazo generaran. No estarían designados por nadie, ni en deuda con él.

Con un sistema así, no quedaría garantizado que siempre y en todo caso se fuera a seleccionar a los mejores, igual que tampoco es imposible que con el actual sistema a veces puedan resultar elegidos candidatos buenos. Pero como está ahora, el resultado tendencial a largo plazo es que se premie la cercanía a los partidos y que se castigue el valor de la independencia y de la insubordinación ante los intereses de estos, intereses que coinciden frecuentemente. Mientras que si sustituimos el sistema de “cuotas de nombramiento” por uno de “cuotas de rechazo”, es mucho más probable que los mejores y más insobornables puedan acceder a estos cargos por descarte, al quedar eliminados del proceso los que más suspicacias despiertan entre quienes no son sus “amigos”. En resumen, las cuotas seguirían existiendo, pero dejarían de ser un instrumento para imponer candidatos proclives y servirían sólo para descartar a los más denostados.

Las leyes, empezando por la propia Constitución, pueden ser un instrumento para la regeneración, pero también pueden ser la excusa para soslayarla. Se puede regenerar sin más leyes y se pueden hacer más leyes sin regenerar. Si el problema no procede de las leyes, tampoco está en ellas la solución. Si los partidos no son capaces de dejar de defraudar las leyes que ya existen, es difícil que nos convenzan de que van a hacerlo sólo por el hecho de cambiarlas.

Roberto Uriarte Torrealday es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco

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