Piojo en erupción
Miguel Herrera está de moda. El entrenador de la selección de México, que entusiasmó en el Mundial por sus excentricidades, es cada vez más influyente
México es tierra de grandes volcanes, pero el mayor de ellos mide poco más de 165 centímetros. El entrenador de la selección mexicana, Miguel Herrera (Hidalgo, 1968), se dio a conocer en el Mundial de Brasil por sus excéntricas celebraciones en la banda. El aire cantinflesco que tenía en esos momentos de puños al aire, corbata bamboleándose ante una barriga balompédica, hizo que algunos pretendieran caricaturizarlo. Se equivocaban. Herrera presenta libros, sale cada dos por tres en televisión y se pasa el día yendo de un evento a otro. En una mañana perfila la convocatoria para jugar dos amistosos, descubre una placa con su nombre en una cadena de gimnasios y visita la redacción de un periódico. En una hora, su teléfono suena 17 veces. El Piojo está en constante erupción.
Se crió en la Narvarte, un barrio de clase media de una Ciudad de México que vivía entonces, en los setenta, una explosión demográfica. Miguel pasó su infancia rodeado de amigos como El Chino, El Gelus, Memo, Chucho. A él lo llamaban El Güero, como se le dice a los rubios, y Cocol por razones misteriosas perdidas en el tiempo. La familia la sacaba adelante su madre, Maricela, una funcionaria de la Secretaría de Obras Públicas. El padre, de quien heredó el nombre, era un vendedor de radios y tocadiscos que se fue a Estados Unidos en busca de fortuna. Regresó seis meses después con los bolsillos vacíos, pero no volvió a casa. Se fue a vivir solo a unas cuantas calles de distancia, aunque cortó cualquier lazo con la familia. Las veces que padre e hijo se cruzaron, a lo largo de los años, se comportaron como dos desconocidos.
“La gente lo ve desatado y cree que está loco. Es un tipo complejo, porque también es reflexivo”, dice una periodista
Desde chico supo que tenía que ganarse las habichuelas. A los 11 años se empeñó en viajar a Acapulco, una ciudad del Pacífico que vivía en aquel entonces, antes de que el narcotráfico le quitara brillo, una época de esplendor. A su aeropuerto llegaban jets privados desde Hollywood y se abrían discotecas con máquinas de humo apuntando a la pista. El pequeño Miguel insistió tanto en conocer aquel ambiente exclusivo que su madre le puso como condición que debía costeárselo él mismo. Pasó unos meses trabajando de empacador de bolsas en un supermercado hasta que ahorró suficiente dinero. La familia se fue entonces a pasar unos días a la playa. Miguel Ernesto, su nombre completo, y su hermano gemelo, Ernesto Miguel, pasaron las mañanas pescando sin camiseta en el paseo marítimo. Miguel se quemó tanto la espalda que no podía apoyarse en el respaldo del asiento en el viaje de regreso. El resto de la comitiva no paraba de reír. Esa será una constante en su vida: los sueños cumplidos con un punto cómico.
El fútbol mexicano es tan complejo que los muchachos talentosos sin padrinos tienen que pasarse el día jugando en campos de tierra esperando a que alguien les eche el ojo. Entre lo profesional y lo amateur hay una zanja por la que caen la mayoría de los aspirantes. Herrera de adolescente jugaba hasta cinco partidos al día. Siempre le decía a su madre a qué hora y en qué remoto campo iba a jugar por si acaso algún ojeador llamaba interesado. La ocasión le llegó pronto, a los 17. Comenzó de delantero en Segunda División, pero poco a poco los entrenadores fueron retrasándole la posición hasta que acabó de defensa derecho. En esa demarcación consolidó su carrera. Como si no pudiera olvidar los golpes que recibió como atacante, se pasó años desquitándose en las espinillas de los rivales. El niño que “le partía su madre” al que se atreviera a mofarse sobre su ausencia paterna, veía de mayor a los contrarios como sacos de boxeo. Como entrenador, su gesto es más amable. Protagoniza anuncios destinados a actores de telenovela. Todos lo quieren tener cerca.
Herrera jugó en Tecos, Santos Laguna, Atlante, Querétaro y Toros Neza, la mayoría clubes semi-modestos con los que llegó a cuajar grandes temporadas. Debutó en un campeonato internacional con la selección mexicana en la Copa América de Ecuador, donde resultaron subcampeones. Era 1993. Tenía muchas opciones de estar presente en el Mundial de 1994, pero fue expulsado en un partido por una entrada violenta. El entrenador, Mejía Barón, pensó que era un peligro llevar a un muchacho tan torrencial. Este es uno de los episodios más tristes de su vida. También ante los demás, ya que insultó al que era su entrenador con frases homófobas. “El día que fue expulsado yo estaba en el estadio. Lloré. No fuimos a Estados Unidos”, cuenta su madre. El plural no es gratuito. Donde va Miguel va toda su familia.
PALABRA DE TÉCNICO
El seleccionador de México, Miguel Piojo Herrera, visitó el jueves las oficinas de EL PAÍS en México para responder a las preguntas de los lectores. Allí no eludió la actualidad mexicana. El país está en vilo por la desaparición de 43 estudiantes hace un mes en Iguala. "Creo que estamos en un proceso de cambios", manifestó, "de reformas y, por supuesto, de combate contra la delincuencia. Es un momento difícil, pero seguro que los mexicanos sabremos salir de la situación y tendremos un país mejor".
Cuando comenzó a hacer dinero, montó una churrería. La regentaba Maricela y una hermana. Lalo, el segundo marido de su madre, se comportó como un padre con él. Puso en marcha también un negocio de banquetes. Alquilaba sillas, mesas y ofrecía comida a partidos políticos, rodajes cinematográficos y fiestas particulares. En Monterrey, la ciudad a la que ya fue como entrenador, abrió un restaurante. “La gente lo ve desatado y piensa que está loco. Es un tipo complejo porque también es reflexivo e inteligente”, cuenta una periodista.
En los noventa, cuando proliferó el secuestro en el DF, mandó a su mujer y su hija (ahora tiene dos) a Aguascalientes, un lugar seguro pese al nombre de western. Es buen bailarín. Miguel Ernesto se hizo futbolista profesional. Su hermano gemelo Ernesto Miguel trabaja en Pemex, la petrolera estatal.
En su cargo como seleccionador exprime las horas del día. En la distancia corta es cálido, nada brusco. “Es la mejor época de su vida. Es un hombre realizado”, reflexiona su madre. Un día, hace mucho tiempo, la empleada del hogar le dijo que le andaba buscando un señor que decía ser su padre. “¡Dile que ya me morí!”, le dejó El Piojo como recado para cuando volviera a contactar. Era un decir, él solo estaba cerrando algunas goteras de su vida. En realidad, el volcánico Miguel Herrera está más activo que nunca.
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