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La soledad de un seductor

En una finca extremeña acabó Manzanares. Un consumado artista pero inconstante y de escasa ambición. Quizá por eso, la huella de su toreo ha sido menos profunda de lo que pudo haber sido

Antonio Lorca
José María Manzanares a hombros del matador Enrique Ponce
José María Manzanares a hombros del matador Enrique PonceChema Moya (EFE)

"Josemari ha muerto de soledad; no abandonado, pero sí solo e infeliz". Esta es la sincera y dolida reflexión de uno de los pocos amigos cercanos que tuvo el torero en los últimos tiempos.

José María Dols Abellán (Manzanares para la gloria taurina) fue encontrado sin vida el pasado martes en una habitación de su finca extremeña, donde vivía desde hace años apartado del mundo. Allí, solo el hombre, entre toros, campos de maíz y sus recuerdos, acabó de manera inesperada una existencia jalonada de muchas luces y algunas sombras, de reconocimientos y duras críticas, de conocidos circunstanciales y seguidores veleidosos, de largas fiestas y mujeres guapas, de lances arrogantes y alguna bravuconada, de amigos y enemigos íntimos, de destellos de felicidad y largas noches de tristeza…

Allí, en la finca extremeña, acabó, sobre todo, un torero privilegiado, nacido para la gloria, un creador de belleza, referencia fundamental de la compostura, el gusto, la calidad y el sabor torero; un hombre atractivo, dotado de una gran elegancia y un natural poder de seducción; un consumado artista, indolente, también, inconstante, conformista y de escasa ambición. Quizá por eso, la huella de su toreo ha sido menos profunda de lo que pudo haber sido a pesar de tantos ditirambos impúdicos como han derramado estos días sus propios compañeros, que han competido a la hora de encontrar adjetivos tan sonrojantes como irreales.

“Era raro como todos los toreros —añade su amigo—, tenía un temperamento fuerte, mantenía una difícil relación con su familia y pasaba los días en su finca apartado de todo y de todos, sin ilusiones”.

“Josemari era un bohemio —señala un admirador de muchos años—, buena persona, muy puro, amigo de sus amigos, respetuoso con sus compañeros y con una afición desmedida”.

Vivió la vida a tope. Y convertido ya en personaje famoso fue el objeto de deseo de las bellezas patrias y foráneas

José María Manzanares nació en Alicante el 14 de abril de 1953, hijo de Pepe Manzanares, un enfermo de los toros que dejó sus tareas en el puerto para probar suerte como novillero y ganarse, finalmente, el sustento como banderillero. Él fue quien inoculó a su hijo el veneno de la torería, y a los tres años ya toreaba de salón. Pronto se descubrió que las fibras del chaval eran especiales y en el incipiente aficionado afloró la elegancia clásica con la que ha entrado en la leyenda.

Acababa de cumplir los 18 años cuando tomó una alternativa de lujo en su Alicante natal de manos de dos grandes figuras: Luis Miguel Dominguín como padrino, y Santiago Martín El Viti como testigo. Era el 24 de junio de 1971.

Comenzaba ese día una carrera larga, que se extendería hasta el 1 de mayo de 2006, cuando la tarde de la presentación como novillero de un juvenil Cayetano en la Maestranza sevillana decidió romper el guion previsto y robarle el protagonismo al muchacho al decidir en un acto de rabia cortarse la coleta. Enfadado por el mal juego de sus toros, llamó a su hijo quien, tijera en mano, le desprendió el añadido y puso fin, definitivamente, a su trayectoria.

Fueron 35 años de presencia casi continuada en los ruedos; muchas temporadas —retiradas efímeras y vueltas ilusionantes incluidas— que vinieron a corroborar la clase innata del torero, su corto compromiso con la fiesta y consigo mismo y un carácter díscolo que le provocó no pocos contratiempos.

Figura indiscutible durante muchos años, imprescindible en todas las ferias importantes de España y América, José María Manzanares se convirtió por derecho propio en la referencia del clasicismo taurino. Triunfó en Las Ventas, pero un sector de la plaza lo convirtió en blanco constante de ataques feroces; quizá por eso, lo adoptó Sevilla, a la que deleitó con detalles de su calidad, aunque nunca llegó a traspasar la puerta de la gloria. Y mientras muchos aficionados se sentían arrobados por sus sublimes instantes de creación artística, algunos críticos exigentes denunciaban su actitud conformista y ventajista ante los toros.

El diestro José María Manzanares, durante su faena con la muleta en La Maestranza de Sevilla, mayo 2005.
El diestro José María Manzanares, durante su faena con la muleta en La Maestranza de Sevilla, mayo 2005.EFE

Se casó en 1977 con Yeyes Samper, con la que tuvo cuatro hijos, dos chicas, Ana María y Yeyes, y dos chicos, José María, matador de toros, y Manuel, rejoneador. Vivió la vida a tope, celebró los éxitos —sobre todo, en América— con generosidad y sin prisas, y convertido ya en personaje famoso y con dinero, fue el objeto de deseo de bellezas patrias y foráneas.

Un supuesto romance con una guapa oficial fue el detonante de su divorcio, y, también, de su particular destierro a tierras extremeñas. Comenzó, además, una etapa difícil con sus vástagos, que no superaron la separación de sus padres, y un grave desencuentro con José María, por serias discrepancias sobre la gestión de su carrera como matador de toros. Y algo más hubo porque el padre no estuvo presente en la boda de su hijo torero.

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¿Fue José María un mujeriego? “Josemari quería mucho a su mujer y siempre se ha preocupado por sus hijos; especialmente, por Ana María, que sufre un problema de salud”, responde el amigo cercano.

Pero… “No hay torero bueno al que no le gusten las mujeres…”.

Atrás quedaron sus peleas con un crítico salmantino que lo zahirió y despreció con maldita saña, su enfrentamiento con El Soro en el ruedo de Valencia por un quite a destiempo, y sus gestos arrogantes con algunos presidentes que lo sancionaron por actitudes o decisiones inapropiadas. Sin duda, era José María Manzanares un hombre apasionado, aunque no son pocos los que opinan que lo fue más en la calle que en el ruedo.

Admiró a Antonio Ordóñez, visitó muy poco las enfermerías, le gustaba hablar de campo y de toros, le encantaba el flamenco y se atrevía a bailar cuando la ocasión lo requería. Había fumado mucho, pero presumía de ser un atleta, y retaba a sus amigos a igualar los mil abdominales que, aseguraba, hacía cada día.

Genio y figura hasta que se encerró en el campo y la soledad fue su compañía. En Extremadura, con sus angustias a cuestas, abandonado por él mismo, murió un artista seductor, aquejado, como todos, de grietas en su alma, pero tocado por la genialidad, aunque él nunca estuviera dispuesto a desarrollar todo su conocimiento.

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Sobre la firma

Antonio Lorca
Es colaborador taurino de EL PAÍS desde 1992. Nació en Sevilla y estudió Ciencias de la Información en Madrid. Ha trabajado en 'El Correo de Andalucía' y en la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA). Ha publicado dos libros sobre los diestros Pepe Luis Vargas y Pepe Luis Vázquez.

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