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Tribuna
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Tarjetas bajo la almohada

Las leyes y las regulaciones pueden ayudar, pero la clave es la ejemplaridad

Los consejeros de Caja Madrid dormían plácidamente con la tarjeta opaca debajo de la almohada. Aunque reconozco el efecto hipnótico de revisar los movimientos de las tarjetas de los directivos de la caja de ahorros, me parece más importante comprender cómo se llega a justificar pautas de conducta semejantes, hasta ser capaces de anular el sentido de culpabilidad en uno mismo y en el entorno inmediato. Porque, para los contribuyentes que han rescatado la banca o para los accionistas que se han empobrecido suscribiendo preferentes, no hay justificación posible. Solo así podremos comprender los hechos y aplicarnos el cuento. Tenía razón Schmitt cuando dijo: “Es cierto, el poder corrompe; pero no te creas que eres bueno porque no tienes poder”, ni dinero debajo de la almohada.

Los mecanismos de “racionalización” —como los llaman los psicólogos— hacen posible en cualquier parte la proliferación de la corrupción y el ventajismo. La racionalización es la autojustificación que se desarrolla para superar las incoherencias entre nuestros valores y nuestra conducta (“disonancia cognitiva”). Según muestran algunos estudios, este tipo de razonamientos suele llevar a la sobrecompensación, que genera sentimientos de autoindulgencia. Es decir: quien se autojustifica suele “pasarse de frenada”, lo cual facilita que incurra en nuevas y más graves conductas. Solo así comprendemos que no es necesario ser un monstruo para que alguien llegue a creer, con plena convicción, la razonabilidad de contar con una chequera en blanco de aval público para todo tipo de liberalidades; sobre todo si hay una ausencia total de control.

Es sabido que algunos de los argumentos más recurrentes para justificar comportamientos inmorales son tales como: “es legal” o “pensé que era legal”; “todo el mundo lo hace”; “está bien visto”; “he cumplido con todos los procedimientos”; “no hace daño a nadie”; “me lo merezco porque no me pagan lo suficiente”; “nadie me va a pillar”; “si no lo hago yo lo hará otro”; “los demás están contra mí”; “la gente común no puede comprender las responsabilidades de quienes están a mi nivel”; “es solo esta vez, más adelante devolveré lo que tomo prestado”; “tengo que cubrirme las espaldas frente a mis adversarios”; “esto es necesario para ser aceptado entre mis colegas”; “era necesario hacerlo para conseguir nuestros objetivos”; “ni siquiera se me pasó por la cabeza que estuviera mal”...

Determinadas élites han buscado la invisibilidad ante la gente común

Los procesos de racionalización de la conducta se dirigen a calmar la tensión que genera la disonancia cognitiva (aunque algunos necesitan además liberar esas tensiones a golpe de sensaciones fuertes como deportes extremos o sustancias químicas, legales o ilegales, para ser capaces de conciliar el sueño). En el plano personal es bueno establecer una luz de alarma que se encienda ante la aparición de semejantes argumentaciones en nuestra conciencia, así como ante los comportamientos evitativos —o incluso represivos— frente a las personas o los argumentos que nos contradicen. Esas explicaciones no siempre son “camino de perdición”, pero es aconsejable revisar con cuidado la validez de nuestros datos y los pasos del razonamiento. Por eso es conveniente contar con el asesoramiento de alguien que pueda aportarnos con su experiencia algo de objetividad. Y aquí es donde surge el siguiente problema: la complicidad del entorno.

La necesidad que tenemos de coherencia —que tiene diversas explicaciones— nos lleva también a justificar nuestras acciones ante los demás, especialmente ante aquellos que nos resultan más importantes en el entorno más inmediato, laboral, familiar y social, o a quienes otorgamos autoridad moral. La complicidad del medio y el juicio favorable de las personas que consultamos supone un torpedo en la línea de flotación de nuestra capacidad crítica, aunque no anule la responsabilidad. Por otro lado, la aceptación de nuestras racionalizaciones por parte de otros puede ser espontánea o laboriosamente diseñada por medio de manipulaciones, chantajes afectivos, colusión de intereses, o simplemente mediante la compra de voluntades. Con esos medios no solo se busca el silencio cómplice ante las autoridades legales, sino aún más: su aprobación moral.

Un gran catalizador de este proceso de complicidad es el sentido de pertenencia a un grupo, que resulta exacerbado por el complejo de superioridad o por el victimismo. Esto cuadra con el proceso por el cual determinadas élites han buscado la invisibilidad ante la gente común, cultivando de modo cada vez más obsceno un estilo de vida alternativo, que tan plásticamente reflejan algunos extractos de las tarjetas. Sin embargo, no deberíamos caer en el maniqueísmo moral que atribuye todo esto a la pertenencia a “la casta”: también una cierta cultura hispana ha retroalimentado los procesos de inmunización moral que venimos describiendo, al considerar con indulgencia la evasión fiscal y tolerar un nivel bananero de economía sumergida.

Las leyes y las regulaciones de los mercados o los códigos de buen gobierno pueden ayudar para explicitar algunos principios morales antes difuminados, así como para imponer la transparencia en la gestión, sobre todo a aquellos que manejan lo que es de todos. Pero —como ha destacado el filósofo Javier Gomá— en materia moral la ejemplaridad es el factor clave. Nada hay más balsámico para tratar los escrúpulos que la comparación con los demás cuando estos no dan la talla. Ni nada más perturbador que ver al colega, al vecino o al familiar comportarse honradamente. Pero aun a falta de buenos modelos de conducta, la ejemplaridad puede forjarse mirándose al espejo antes de irse a dormir.

Ricardo Calleja Rovira es doctor en Derecho, investigador del Departamento de Ética de los Negocios del IESE Business School e investigador invitado en la Universidad Católica de América (Washington DC).

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