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Tribuna
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Reformen la reforma penal

La reinstauración de la cadena perpetua supone un insólito salto hacia atrás

Juan Antonio Lascuraín Sánchez

De un modo poco certero pero muy expresivo, suele decirse que el Código Penal es la Constitución en negativo. No solo porque protege lo que esta proclama, sino también porque es en el castigo donde se retratan los pueblos. Ningún ejercicio del poder público transmite mejor los valores de una sociedad que los delitos y las penas: que la selección de las conductas que considera intolerables y el modo de reacción frente a ellas. Esta fragilidad constitucional de las normas penales no parece sin embargo haber sido debidamente percibida por el proyecto de reforma del Código Penal que se está debatiendo en el Parlamento y que, si esta deliberación no lo remedia, supondrá un severo empobrecimiento del Código en lo que más debe importar: los valores constitucionales de los que nos enorgullecemos.

El paso más decidido hacia ello sería la reinstauración de la cadena perpetua, cuya abolición constituye, junto con la desaparición de los castigos corporales y de la pena de muerte, uno de los tres grandes eslabones de la historia de la decencia penal. En un insólito salto hacia atrás esta pena se proyecta ahora para algunos delitos gravísimos en forma de encierro permanente que podría ser suspendido —y, por tanto, podría no serlo— a partir de los 25, 28, 30 o 35 años, según los casos, si existe un “pronóstico favorable de reinserción social”. Se trata así de una pena imprecisa y, como reprocha el Consejo de Estado, de funcionalidad inexplicada. Pero se trata sobre todo de una pena probablemente inhumana.

Si existe acuerdo en la inconstitucionalidad de un “riguroso encarcelamiento de por vida” (sentencia del Tribunal Constitucional 91/2000), no se entiende que tal tacha desaparezca porque la pena no sea segura sino solo probable. ¿Aceptaríamos acaso una pena de muerte condicionada a la falta de rehabilitación del condenado en un determinado plazo?

En involutiva coherencia con la prisión permanente, se proponen medidas de seguridad perpetuas, privativas de libertad

En involutiva coherencia con la prisión permanente, el prelegislador propone también medidas de seguridad perpetuas, privativas de libertad. Nada mejor para valorar el presente que vislumbrar un futuro peor: hasta ahora la persona que comete un delito debido a su grave alteración psíquica no puede ser objeto de un tratamiento que comporte la privación de su libertad por un tiempo superior al de la pena de prisión que le correspondería por el mismo hecho a una persona imputable. Este límite, como tantos límites a la seguridad, se debe al valor que damos a la libertad, cuya privación ha de tener necesariamente un horizonte temporal y una duración proporcionada. Lamentablemente, si las Cortes no lo remedian, esto va a dejar de pasar. Las medidas de seguridad privativas de libertad pasarán a ser prorrogables sin cuento si “el internamiento continúa siendo necesario para evitar que el sujeto cometa más delitos”.

El problema para la libertad procede así tanto de su posible privación permanente, como de que la misma se condicione a una necesidad de protección de la que apenas sabemos nada. Sea por la juventud de la Psicología como disciplina, sea por la propia existencia de la libertad humana, lo que los pocos estudios serios relativos a los pronósticos de peligrosidad criminal revelan es una alarmante proporción de falsos positivos: de personas que fueron catalogadas como potencialmente reincidentes y que luego no volvieron a delinquir. Los experimentos, con gaseosa, y no con la libertad, que es lo que “hace a los hombres sencillamente hombres” (STC 147/2000).

La tercera gran preocupación constitucional que suscita el proyecto de reforma atañe a la resocialización como finalidad preventiva de las penas. Junto con la oferta de tratamiento penitenciario, lo que supone la misma es que el pasado delictivo de una persona no puede constituir una pesada mochila que impida su participación social. El instrumento para evitarlo es el de la cancelación de antecedentes penales, cuyo plazo ahora se proyecta doblar en general —de 5 a 10 años para las penas graves— y, de nuevo, casi eternizar en particular. En el más prolongado de los supuestos serán 25 los años en los que mantendremos la precaución de tener colgado del cuello del sujeto el cartel de exdelincuente. Un estigma casi de por vida.

El pasado delictivo de una persona no puede constituir una pesada mochila que impida su participación social

Y está, por fin, el paradójico efecto de desaliento del ejercicio de los derechos fundamentales a la expresión, a la huelga y a la manifestación que suponen los nuevos delitos contra el orden público. No es que el legislador no pueda y deba sancionar el exceso en el ejercicio de los derechos fundamentales —el ejercicio violento del derecho de manifestación o las injurias, por ejemplo—. Pero lo que la fidelidad a la Constitución exige es que lo haga con prudencia en la pena y con precisión en la definición de la ilicitud. Porque si no es así, si es brumosa la frontera que separa el ejercicio de un derecho fundamental de su exceso nada menos que delictivo, la caída por el barranco, penal y mal señalizado, frenará el sano paseo por la plaza pública que promovemos para los ciudadanos.

Resultaría farragoso para el lector que intentáramos describir ahora esas nuevas brumas. Baste con apuntar que la resistencia a la autoridad no tendrá ya que ser grave ni activa; que se pena a los que “inciten” a los alborotadores o a los que “refuercen su disposición”; que pasa a ser delictiva la invasión en grupo de un establecimiento abierto al público causante de “una perturbación relevante de su actividad normal”; o que merecerá pena quien posea para su distribución materiales idóneos para promover indirectamente la hostilidad contra determinados grupos.

Como ciudadanos aspiramos a que el legislador proteja penalmente nuestros bienes básicos. Pero también aspiramos a que se nos proteja del exceso en esa protección, de temido recuerdo histórico.

Aspiramos a que la Constitución limite la pena. Y por ello debe reformarse la reforma: al menos sin cadena perpetua, sin medidas de seguridad prolongables sin límite, sin estigmatizaciones de por vida, sin desalentar el ejercicio de nuestros derechos fundamentales.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la UAM. Firman también el contenido de este artículo Gregorio Tudela, Elena García Guitian, Fernando Martínez, Antonio Arroyo, Esther Gómez Calle, Blanca Mendoza, Borja Suárez, Ignacio Tirado, Mercedes Pérez Manzano, Liborio Hierro y Yolanda Valdeolivas, profesores de la Facultad de Derecho de la UAM.

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