Reinas de la noche
Parecía un milagro que coincidieran en un mismo espacio todo un ramillete de reinas
"Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano”. No hay manera de escuchar estos versos de Miguel Hernández en la Elegía dedicada a la muerte de su amigo de juventud Ramón Sijé sin que se le haga a uno un nudo en la garganta. No hay manera de contener la emoción en este poema en el que el poeta hace transitar al lector por diferentes estados de tristeza. La pena, la rabia y finalmente la mística esperanza de poder presenciar cómo el amigo muerto retornará como savia que habrá de alimentar una nueva primavera. Es difícil recitarlo y más aún interpretarlo.
La noche del martes, Silvia Pérez Cruz confesaba al público que llenaba la sala de los Teatros del Canal esas dificultades y reconocía lo que a ella le costó atrapar el poema para hacerlo suyo, hasta que al final comprendió que el dolor que articula estos versos es el del hombre que se lamenta de haberse distanciado del amigo más querido por causas que en principio son ajenas al cariño, por diferencias ideológicas. Silvia lo explicaba con sus palabras sencillas y sentidas: “¿Por qué no pudimos llevarnos bien?”. Y la pregunta caló hondo en el público que arropaba a esa reina de la música que llenó la noche de palabras cantadas en inglés, castellano, catalán, portugués, alemán. El dolor íntimo de Miguel Hernández en boca de Silvia tuvo el poder de transformarse en un impreciso dolor colectivo: ¿por qué coño no podemos llevarnos bien? Al menos eso es lo que creí percibir en el silencio que provocó la pregunta: un sentimiento común que desconsuela a personas razonables que no acabamos de entender a un país que siempre parece querer colocarse en el punto de partida, como si nada de lo logrado se apreciara, muy al contrario, como si lo logrado fuera digno de desprecio.
Silvia reinó acompañada por su caballero andante, Raül Fernández Miró. Da alegría cuando el reconocimiento les llega a los buenos músicos y no a los cantamañanas. Hay tantos que parecía un milagro que la otra noche coincidieran en un mismo espacio todo un ramillete de reinas. Martirio, que acaba de volver de la gira americana en la que ha presentado su disco homenaje a Chavela Vargas. Martirio, inquieta y generosa, que cuando no está encima de un escenario se encuentra sentada en la butaca de un teatro, escuchando lo que hacen otras. Ella, que es la reina madre de la fusión entre el flamenco, la copla, el tango, el corrido, el pop y lo que se le ponga por delante, no tiene reparos en admirar lo que le gusta y proclamarlo a los cuatro vientos. Y que nadie me diga que eso es lo habitual. No lo es. Tiene una muchas noches de conciertos y teatro en su oscuro pasado para saber lo frecuente que es escatimar elogios o directamente susurrar maldades.
Una sencilla pregunta, ¿por qué no podemos llevarnos bien?, describió el signo de los tiempos
Por allí andaba también Carmen Machi, otra que tal. Reparé en su presencia al escuchar su risa a mis espaldas. La Machi tiene una carcajada de comicastra de las de antes, de esas que llevan un altavoz incorporado, una risa hecha de vocales abiertas. En la noche y en el teatro deberían abundar reinas como ella, que pasan de Chéjov a la astracanada televisiva sin perder ni dignidad ni arte. A Machi la risa y la voz la agrandan de tal manera que a uno se le olvida que es una mujer chiquitilla. Tiene que haber un nombre para describir ese fenómeno óptico por el cual a chiquitajas como la Machi siempre se las acaba mirando hacia arriba. Reinas, reinas de la noche, de distintos ámbitos, reina del pop, Cristina Rosenvinge, a la que no conocía en persona, pero sí había visto actuar en mi ordenador, en esas tardes perezosas que he perdido viciada con los vídeos musicales del YouTube. Y brillando, con la cualidad fosforescente que caracteriza la piel de las rusas, también andaba la catalana Marta Rebón, que venía cargada con sus últimas traducciones del ruso, entre ellas El maestro y Margarita, de Bulgákov. Tengo en casa un mapamundi sólo para ubicar con chinchetas el paradero de esta mujer viajera, que va de San Petersburgo a Tánger con el desparpajo que aporta manejarse con soltura en varios idiomas y la capacidad de llevar el cuarto de trabajo a cuestas, ese don que asiste a las personas verdaderamente cosmopolitas.
Fue una noche realmente inspiradora. Una de esas primeras noches de verano, perfecta, sin calor ni fresco, que solo se vio perturbada durante el concierto por un puñetero aire acondicionado del que la cantante tuvo que quejarse tres veces. Ese aire frío que nos obliga estúpidamente a ponernos chaqueta en verano cada vez que vamos a un espectáculo. Llevándose por momentos la mano al cuello, con ese gesto inconsciente de abrigarse uno con el calor propio, este tesoro de mujer nos llevó de Schumann a Albert Pla, de Llach a Edith Piaf. Y nos regaló como sorprendente bis una versión extraordinaria del Rehab de Amy Winehouse, que en este universo de reinas mozartianas sería la reina difunta. Qué maravilla sería un disco de Silvia y Raül de versiones de música pop-rock.
Fueron horas en las que vivimos dentro de un paréntesis, ajenos a este ambiente que nos perturba. Una noche en que una sencilla pregunta, ¿por qué no podemos llevarnos bien?, describió el signo de los tiempos e hizo evidente nuestra perplejidad.
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