Un Rey constitucional
El debate sobre Monarquía o República es legítimo, pero no prioritario ni apremiante
Merece la pena preguntarse si la ciudadanía sintoniza de verdad con algunos actores de la política que reclaman de forma perentoria un referéndum sobre la cuestión de Monarquía o República. Y la respuesta es interesante. Una mayoría de españoles quiere que la cuestión se plantee en algún momento, según la encuesta de Metroscopia publicada por EL PAÍS; y a la vez, muchas más personas prefieren a don Felipe como rey, frente a la opción de una República presidida por una figura pública relevante.
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Se equivocan los inmovilistas cuando consideran la abdicación de don Juan Carlos y la proclamación de don Felipe poco más que como trámites destinados a mantener el statu quo, bien por interpretar la Constitución como inamovible, bien por sublimar la Monarquía como institución valiosa en sí misma y ajena a toda confrontación. También yerran los que, como el fiscal general del Estado, piensan que lo que no está en la Constitución “no existe”, como si plantearse la alternativa republicana fuera propio de extraterrestres.
Pero tampoco tienen razón los que agitan el argumento, tan ocioso como falso, de que la democracia solo puede ser republicana, mientras equiparan la Monarquía a régimen personal. El poder político reside por entero en los órganos emanados de la soberanía del pueblo, y don Juan Carlos se ha mantenido neutral frente a las contiendas partidistas. Es exactamente el principio que debe guiar a su hijo: actuar como un rey plenamente constitucional.
Preguntar sobre la Monarquía no tiene nada de ilegal. Ahora bien, la pretensión de una consulta está fuera de lugar en el momento presente. La Constitución puede modificarse, pero siempre de acuerdo con las reglas previstas en la misma. Un cambio sobre la forma política del Estado es de los que exigen un largo procedimiento (disolución de las Cortes, nuevas elecciones, redacción del proyecto, referéndum), y no es posible saltárselo para realizar una consulta al margen de las reglas constitucionales.
Pero más allá de las cuestiones formales, hay que detenerse un momento sobre otras circunstancias. La gran mayoría de los ciudadanos apoya la abdicación de don Juan Carlos, no cree que su renuncia produzca incertidumbre alguna y el príncipe Felipe les merece una valoración más alta que la del Rey, según la encuesta de Metroscopia. Otro sondeo anterior, en este caso del CIS, ofrece el contundente dato de que solo el 0,2% cita la Monarquía entre los problemas más importantes de España, muy lejos del primero, que es el paro (80,8%), de la corrupción y el fraude (35,7%) o de los problemas económicos (28,6%).
De modo que, ¿cuál es la urgencia de pronunciarse sobre la forma política del Estado? Una cosa es el debate —esta semana llegará al Congreso por el trámite parlamentario de la ley de abdicación— y otra que exista una situación de emergencia cuya solución exija la apelación inmediata al pueblo para optar sobre la cuestión de Monarquía o República.
Mucho va a depender de los primeros pasos del futuro rey, que deben estar marcados por la austeridad, pero también por la oferta de un compromiso a la sociedad: federar a las opciones en conflicto y favorecer el consenso y la síntesis. Como cabeza de una Monarquía parlamentaria carece de poderes políticos, aunque su proclamación debe contribuir a crear el ambiente institucional y emocional en el que sean posibles iniciativas de reforma y de vuelta al diálogo como método de solución de conflictos, incluido el cauce para la relación de Cataluña con el conjunto de España. Pero los cambios dependen de la sociedad y no solo del futuro rey.
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