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Alterconsumismo
Coordinado por Anna Argemí

El Jardín compartido: ¡A las hierbas, ciudadanos!

Por Pilar Sampietro

Los vecinos del barrio cultivaban en el trozo patatas, yuca, tomates veraniegos y hasta maíz. Espigaban en verano al lado de la autovía, cantaban sones que les recordaba a la vida de sus ancestros y se sentaban bajo la parra a merendar o a disfrutar viendo cómo los nietos se aficionaban a eso de arar la tierra. Un día alguien llegó diciendo que su trocito tenía dueño, que nada de espacio comunal y que aquello se terminaba y sí, se terminó al ritmo infernal de la excavadora que levantó las vallas, arrastró el cultivo y taló los árboles. Esta es la experiencia que recoge el documental The Garden, de Scott Hamilton, nominado a los Oscars en el 2008. Lo he podido ver a gran pantalla gracias al acertado ciclo sobre cine y jardín programado en la Filmoteca de Catalunya, con el corazón en un puño, sabiendo que pasó no hace tanto y en uno de los lugares con más tradición de huertos urbanos en el mundo, Los Ángeles, Estados Unidos.


Los orígenes de los jardines comestibles compartidos en ciudad se encuentran en el modelo de los “community gardens” americanos y el movimiento que impulsó la actriz Liz Christy en los años 70 en Manhattan con su “Green Guerrillas”. Su primer jardín, en un intento de embellecer un terrible solar lleno de basura, sigue con vida treinta años después. En Europa tampoco nos falta tradición. Las utopías sociales y urbanas del siglo XIX ya dibujaban comunidades con jardines compartidos en Francia y Alemania y en el Eixample barcelonés el ingeniero Idelfons Cerdà diseñaba calles de edificios con huertos comunitarios en el interior de la manzana que acabaron convirtiéndose en talleres o parkings para los primeros coches. Pero ahora algo vuelve al lugar que le es legítimo. Así nacen nuevos huertos como el de Germanetes, en ese mismo Eixample y son los vecinos los que están cuidando el jardín compartido, convirtiéndolo en un lugar de encuentro donde organizar comidas colectivas, mercado de campesinos de proximidad, haciendo suyo el espacio público para repensar vidas menos grises.

El Jardín Compartido adopta nombres que recuerdan a hierba recién cortada. Desde el Campo de la Cebada, en Madrid, vecinos y vecinas del distrito centro proponen cultivar ideas con un cine fórum social o animando a cuidar el huerto en grandes bancales y macetas que crearon para no levantar el asfalto. Hace poco celebraron con una fiesta el encuentro de la red de huertos urbanos. Emulando a las “city farms” americanas en Tokio y San Petersburgo los jardines compartidos se instalan en terrazas y azoteas. En el Marais parisino, en el jardín del Eco Box, aplican el dicho “del huerto al plato” elaborando comidas colectivas en la cocina móvil, junto a las matas de habas.


Hay experiencias que apuestan por cultivar en enormes bancales levantados del suelo para facilitar el trabajo a los mayores y personas con movilidad reducida y han creado hasta bancos comestibles, donde sentarse cómodamente y cultivar la zona llena de tierra. En el barrio de Saint-Bernard florece y da sus frutos el jardín Nómada, con la intención de ser uno más en el corredor verde que favorezca la fauna y la polinización en la ciudad. En el libro “Jardins Partagés” de Laurence Baudelet-Fréderique Basset y Alice Le Roy dedicado a la experiencia francesa hay ejemplos de todos ellos.


La diversidad vegetal y humana se encuentra en el jardín que funciona como lugar de inserción para personas con riesgo de exclusión social, de conocimiento entre generaciones. Y así es como la ecología llega sola, favoreciendo el compostaje colectivo, aprendiendo a cocer caldos de ortiga, una planta para curar plantas, haciendo cabañas de jardinero, o intercambiando semillas con los demás hortelanos urbanos. Se trata de activismo vegetal que a más de uno le ha hecho gritar ¡A las hierbas, ciudadanos! ¿A qué esperamos para probarlo? 

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EN COPENHAGUE YA HUBO HUERTOS SOCIALES EN EL SIGLO XIX

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