La inteligencia de una operación
La abdicación del Rey no puede ser solo un blindaje defensivo del sistema
Los cinco millones de votos que los dos partidos centrales perdieron el domingo han tenido al menos dos respuestas instantáneas del sistema herido: una espectacular (la abdicación del Rey) y otra de etiología más compleja y anterior a las mismas elecciones. El revuelo de las declaraciones de Felipe González fue altísimo quizá porque muchos leímos en su propuesta de un Gobierno de concentración una vía de blindaje defensivo de los padres fundadores de la Transición. O dicho de otro modo: frente a la sospecha de una movilización escasa y una dispersión fragmentaria del voto, la reacción prudente y responsable de un expresidente del Gobierno animaba a fijar la estabilidad del Estado. La abdicación del Rey creo que está en la misma línea. La gestualidad simbólica es tan alta que pone el cronómetro a cero, como si en esa abdicación se ocultase un plan de futuro y no, quizá, la agónica respuesta del sistema para protegerse a sí mismo (y de sí mismo) con una continuidad sosegada.
¿Sistema? El sistema es ese concepto abstracto con el que designamos hoy el conjunto de instituciones que sirvieron para afianzar democrática y afortunadamente la salida de la dictadura hace más de 30 años y que hoy ha entrado en crisis, ya no retórica o parcial, sino abiertamente simbólica. La inteligencia de la operación me parece meridiana. De entrada sirve para desplazar del centro de la vida política dos accidentes graves fraguados en plena crisis: el proceso independentista de Cataluña y la informe respuesta latente a la degradación del sistema por parte del 15-M, hoy ya estructurada, pública y con nombre propio, Pablo Iglesias y Podemos (más una abrumadora abstención).
En la abdicación cristaliza simbólicamente la crisis de Estado que tantos y de tantos modos han ido diagnosticando. En absoluto se trata de asumir el fracaso de un régimen o de un sistema democrático. Se trata más bien de asumir el éxito de un sistema que ha fraguado sus propios impulsos de transformación desde dentro: las comparaciones entre el populismo antieuropeísta en Francia y Reino Unido y la movilización ciudadana en España, encarnada en Podemos, quizá sean demasiado precipitadas. O incluso más: quizá sean modos extraños de homogeneizar lo que tiene significados opuestos. En los apoyos de Podemos, en sus movilizados y sus votantes, no hay formas de repudiar la solidaridad interterritorial ni de desprotección de los más desfavorecidos; no hay un impulso de protección de lo nuestro por ser nuestro, sino una reformulación a día de hoy de un proyecto de Europa (y de España) que refuerce los valores de solidaridad y limite la impunidad de los poderes a quienes no se les ha movido el suelo bajo los pies en los últimos cinco años de crisis salvaje. El populismo que se les asigna es quizá la solución descalificadora que otras movilizaciones merecen mucho más abiertamente.
De lo que se trata es de acercar al propio Estado a su mejor posibilidad
Si es así, si el Estado hoy toma conciencia de su propia crisis, quizá se ofrecen dos vías de futuro o dos posibles rutas. Dicho de forma muy taxativa, o el búnker o el cambio. Del búnker histórico ya nadie se acuerda, pero casi mejor: es un mal recuerdo. Y sin embargo, hacia esa solución podría tender tanto la abdicación del Rey como la tentación de la alianza entre los dos partidos centrales. La segunda salida ni es clara ni puede serlo: parece estar fabricándose en directo y a gran velocidad, como si de golpe en 2014 pudiésemos constatar la dimensión real de las reclamaciones de quienes han crecido bajo esta democracia y son, por tanto, los mejores testigos del éxito mismo de la Transición. Ni se trata de matar al padre ni se trata de subvertir la raíz del sistema; se trata más bien de haber aprendido a analizar y evaluar el propio sistema más allá de la retórica, más allá de las debilidades, y con la voluntad de acercar al propio Estado a su mejor posibilidad.
Esa segunda ruta la imagino como el intento actual, en el siglo XXI, de restitución democrática de un sistema autodegradado, dócil y permisivo con sus carencias, insensible a la distancia creciente entre el poder y la ciudadanía agraviada y sometida un día tras otro a descubrimientos insólitos sobre sus niveles de descomposición interna. No son reclamaciones de indignados; son reclamaciones de ciudadanos crecidos en democracia y atónitos ante el comportamiento mismo de su democracia y de demasiados políticos pegados a frases huecas, eslóganes mucho más simples que los 140 caracteres, mucho más previsibles y anodinos. La ciudadanía no está contra el sistema, sino contra la degradación del sistema tras muchos años de arrastrarse débilmente y sin convicción; está por una forma de refundación desde las coordenadas del presente y con las emergencias del presente. La abdicación puede ser ese gesto simbólico que evidencie la toma de conciencia del propio sistema sobre sus debilidades. Y la ruta inmediata puede aspirar al blindaje defensivo o puede aspirar a recuperar el respeto por sí mismo. La abdicación puede ser un mea culpa simbólico o sólo un último y peligroso mecanismo de autodefensa.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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