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L&L (Lengua y Literatura)
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El coito ¿se practica o se ejecuta?

Hoy: el maravilloso (y voluntarioso) mundo del lenguaje sexual

Unos padres jóvenes y responsables asisten a una charla sobre educación sexual en el colegio de sus hijos. Son padres solícitos y bien dispuestos. El educador insiste en que lo más importante es la “naturalidad”. Y dice: “Es importante que vuestros hijos e hijas aprendan a manifestarse con toda naturalidad y que puedan decir sin miedo: ‘Papá, mamá, me pica el pene’ o ‘Me pica la vulva’”. Nuestros amigos salen de la charla atónitos, si no aterrorizados.

Lo que trastorna a estos buenos padres no son las palabras “pene” o “vulva” sino que éstas se asocien con la “naturalidad”. No entienden por qué el lenguaje infantil tiene que convertirse de pronto en lenguaje sancionado por los profesionales de la salud y que a esto lo llamen “naturalidad”. Pero estos buenos padres, ay, no han leído a la doctora Ochoa:

“Es verdad que el lenguaje sobre la sexualidad es muy variado, pero convendría utilizar aquellos términos más descriptivos y directos que impliquen una consideración normal, sin circunloquios ni ocultamientos, de los temas sexuales. Un coito es un coito −repito− y no algo tan impreciso como ‘tener relaciones sexuales’ o tan confuso como ‘nos acostamos’” (Elena F. Ochoa, 200 preguntas sobre sexo (1991), Temas de Hoy, Madrid, 1993, p. 202).

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Le daremos la razón a la doctora Ochoa en lo de que “el lenguaje sobre la sexualidad es muy variado”: sin duda la sexualidad es uno de los aspectos de la realidad que más incitan a la creatividad y al dinamismo, y da pie a un tipo de léxico que tiende a ser constantemente renovado, no solo en el nivel coloquial. Pero nos cuesta un poco aceptar lo de la “consideración normal”, que nos tememos (por lo de “sin circunloquios ni ocultamientos”) que se parece mucho a la “naturalidad”. Nos vemos en la obligación, pues, de plantear a la querida doctora Ochoa, como al educador sexual del colegio antes mencionado, nuestras dudas.

Está claro, por una parte, que muchos pensarán que, si de lo que se trata es de prescindir de “miedo”, “circunloquios” u “ocultamientos”, lo “natural” –y desde luego “directo”− es decir “polla”, “coño” y “polvo” (o alguno de sus infinitos sinónimos). Tanto la “naturalidad” como los “circunloquios” son conceptos relativos, y dudamos de que ningún nivel lingüístico pueda apropiárselos como absolutos. De hecho, nada indica que “pene”, “vulva” o “coito” hayan conseguido superar indiscriminadamente su carácter de tecnicismos. Ni, a su vez, que “polla”, “coño” y “polvo” hayan dejado de ser “voces malsonantes” que puedan decirse en todas partes sin que alguien arrugue la nariz.

La sexualidad da pie a un tipo de léxico que tiende a ser constantemente renovado, no solo en el nivel coloquial

Por otra parte, y mucho más importante, la doctora Ochoa olvida que las palabras no van “sueltas” por los agrestes campos del idioma, sino que tienen, cada una de ellas, su propia forma de emplazarse, y que además tienen que combinarse unas con otras, establecer relaciones, forjar alianzas... aunque algunas, como veremos, se empeñen en ser poco sociables. Ella misma se hace ya un lío, confundiendo sustantivos y verbos, cuando dice que “un coito” no es “algo tan impreciso como ‘tener relaciones sexuales’ o tan confuso como ‘nos acostamos’”; y esto es problemático, porque de lo que está hablando es de usos lingüísticos. A “nos acostamos” no le corresponde, ni gramatical ni sintácticamente, “un coito”.

La frase “un coito es un coito” es perfecta e irreprochable en su tautología. También lo son las siguientes:

“El coito es no sólo peligroso, sino tambien poco expedito, inmediatamente despues de comer ó durante la digestion estomacal” (Tomás Orduña Gutiérrez, Manual de higiene privada, Imprenta de Alejandro Gómez, Madrid, 1881, p. 161).

“… fumar después del coito es un hábito que no inventó Rodrigo de Xeres, descubridor del tabaco” (Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto (1986), Plaza & Janés, Barcelona, 1993, p. 399).

“Recordó las noches jubilosas en que Seshat y Totmés imitaban el coito de los dioses en aquel sagrado recinto” (Terenci Moix, El arpista ciego, Planeta, Barcelona, 2002, p. 359).

Nada hay que chirríe en estas frases, donde coito es utilizado en un sentido bastante abstracto, y no ha necesitado de la ayuda de ningún verbo que lo presente como un hecho “en acción”. Pero vamos ahora a buscar un verbo que se alíe con coito para expresar precisamente esa “acción”, o sea, la de ‘tener relaciones sexuales con penetración’ (¿somos los únicos que se sienten un poco cursis al decir esto?). La misma doctora Ochoa, que parece tenerlo todo tan claro, no encuentra escollos en su camino: en la página 126 de su libro dice “realizar el coito”; en la 167, “practicar el coito”. Sin duda le parece que ha dado con uno de esos términos “descriptivos y directos” que postulaba, y se queda tan pancha. Tiene sus precedentes: el doctor Juan José López Ibor, en su famoso Libro de la vida sexual (Danae, Barcelona, 1969) también decía “realizar el coito” (p. 624) y “practicar el coito” (p. 85).

En 1490, en una de las primeras documentaciones de la palabra, Alonso de Palencia decía “hauer coito”. Fijémonos aquí en la ausencia de artículo. Carlos Castilla del Pino, en Introducción a la psiquiatría 2 (Alianza, Madrid, 1992) alterna “hacer el coito” (p. 187) con “hacían coito” (p. 192); pero en Introducción a la psiquiatría 1 (Alianza, Madrid, 1993) había optado por una variación (sin artículo): “No ha efectuado aún coito con ella” (p. 241). Los habituales suplentes del verbo “hacer” han sido convocados y ya no hay quien los pare:

Las palabras no van “sueltas” por los agrestes campos del idioma, sino que tienen su propia forma de emplazarse

“Ana, treinta y cinco años, madrileña, asegura, por ejemplo, que no existe nada más enloquecedor para una mujer que experimentar el coito y el cunnilingus simultáneamente, atendida por dos señores” (Cambio16, núms. 339-347, 1978, p. 132, Google Libros).

“Entre los que respondieron a la terapia, siete de cada diez tratamientos implicaron la posibilidad de llevar a cabo un coito” (“Impotencia. Aprostadil, un nuevo tratamiento eficaz contra la disfunción eréctil”, El Mundo, 28/XI/96).

“… fue sorprendida por la Policía Local en el interior del dormitorio donde llevaron a efecto el coito” (Comisión Permanente del Consejo de Estado, dictamen sobre el expediente 2944/2003, 8/I/04).

“Nicolau, sin embargo, es un obseso con la limpieza, y no desea ejecutar el coito con su esposa” (Rafael Vidal Sanz, “Constelaciones 1: ‘La señora’ o el plagio de la identidad”, blog 400 Films, 21/12/13).

Algo parecido sucede con cópula, una palabra incluso más antigua en español que coito: “la carnal cópula” está documentada desde el Catecismo de Pedro de Cuéllar de 1325, y más antigua es aún ayuntamiento, presente ya en el Setenario de Alfonso X (c.1252-1270), y que aquí conviene descartar por arcaica; copulación es mucho más moderna: fray Juan de los Ángeles la utiliza dos veces en 1607, pero su uso realmente no se extiende hasta el siglo XX. Todos estos sustantivos tienen la ventaja (?), frente a coito, de que cuentan en su familia léxica con un verbo (“copular”, “ayuntar(se)”, pero no existe “coitear” ni nada parecido). Aun así, no desdeñan la construcción con verbos.

Por ejemplo, el verbo con el que empezó a asociarse cópula fue “tener” y sin artículo: “tener cópula” (Juan Pérez de Moya, Philosofía secreta de la gentilidad (1585), Cátedra, Madrid, 1995, p. 483). El acto sexual −que sería probablemente una denominación “imprecisa” para la doctora Ochoa, aunque cabe reconocer su antonomasia− no apareció hasta finales del siglo XIX y, siempre con artículo, el primer verbo al que se unió, en tan tardías fechas, fue curiosamente “verificar” (“verificado el acto sexual”: Casildo Ascárate y Fernández, Insectos y criptógamas que invaden los cultivos de España, 1896, p. 257) Pero, como su colega el coito, tanto la cópula como el acto sexual no tardaron en frecuentar la compañía de “hacer” y, como éste parecía poco fino, también de “realizar”, “practicar”, “efectuar”, etc.

Nosotros, en cuanto han empezado a aparecer los verbos, hemos empezado también a oír algún que otro chirrido

Hasta ahora hemos hablado únicamente de usos “descriptivos”, en textos divulgativos o administrativos. Nosotros, en cuanto han empezado a aparecer los verbos, hemos empezado también a oír algún que otro chirrido: todos esos haceres, practicares y realizares, por no decir los verificares y ejecutares, nos suenan a remedio bienintencionado, pero algo desesperado y fallido. (El malsonante “polvo” tiene bastante claras, en cambio, sus malas compañías verbales: “echar” o, en menor medida, “pegar” y “meter”). En todo caso, nada comparable a lo que hemos sentido en cuanto nos hemos puesto a bucear en textos narrativos:

“… y tuvimos que realizar el coito allí mismo, en el sofá” (Luis Goytisolo, Estela del fuego que se aleja, Anagrama, Barcelona, 1984, p. 133).

“Cerca de la madrugada después de haber dialogado con ella toda la noche, se me brindó y practicamos el acto sexual, mientras los otros ‘compas’ hacían el favor de esperar afuera” (J. J. de Pimiento T., Una cosa es contar y otra es hallarse, Fuego Cruzado, Santafé de Bogotá, 1998, p. 168).

“… y pisando con las puntas de los pies, muda, mudos, hicimos la cópula a empujes según el dibujo anatómico de Leonardo” (Nicolás Peyceré, Los días sentimentales, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, p. 166).

Qué raro todo, ¿no?

En fin, que, entre si llevan artículo o no, si van con un verbo u otro, y si de verdad funcionan descriptivamente o narrativamente, nos parece que el uso de coito y compañía no es tan claro ni sencillo, ni mucho menos definitivo, a la hora de expresarnos de una forma “directa” y “sin circunloquios”, u objetiva y neutra, o como queramos llamarlo. Resulta, las más de las veces, esforzado, voluntarioso, dubitativo, y cruje como una silla vieja. Es posible que, a diferencia de ciertas “voces malsonantes”, no despierte las bajas pasiones, pero mucho nos tememos que, como ellas, en muchos casos lo que da −deliberadamente o no− es risa.

¿Es responsable la lengua de tales desarreglos? Creemos que no. La responsable es la realidad. Mientras la sexualidad siga siendo un asunto delicado, tendremos que seguir comprobando que la delicadeza, paradójicamente, es terreno abonado para la torpeza. Y prueba de que sigue siendo un asunto delicado no es solo la inventiva que garantiza la continua proliferación de “voces malsonantes” sino la inagotable búsqueda de eufemismos o expresiones con pretensiones de neutralidad. Una de estas últimas es el anglicismo −bastante infame− “tener sexo” (have sex) y sus variantes, que quizá no cumplan con los requisitos de “precisión” que reclamaba la doctora Ochoa (porque “tener sexo” podría significar muchas cosas, no solo “hauer coito”), pero que igualmente, con todos sus impedimentos semánticos, han emprendido una carrera vertiginosa:

“…quieres a tu amigo aunque ni se te ocurra un acostón con él, su cuerpo se te vuelve erótico porque no sólo no se te ocurre tener sexo con él, sino que sobre todo no se te ocurre para nada tener un hijo con él” Carlos Fuentes, Cristóbal Nonato (1987), FCE, Madrid, 1988, p. 140).

Mientras la sexualidad siga siendo un asunto delicado, la delicadeza será terreno abonado para la torpeza

“… y a veces hacía lo que él nunca se atrevió: practicar sexo con cocaína” (Boris Izaguirre, 1965, Espasa, Madrid, 2002, p. 144).

“Varios estudios han intentado identificar los factores de riesgo asumidos al practicar el sexo sin protección” (J. C. Coleman & L. B. Hendry, Psicología de la adolescencia, Morata, Madrid, 2003, trad. de Tomás del Amo Marín, p. 117).

“Dustin Hoffman admite que mantuvo sexo en lugares públicos y que participó en orgías” (titular, La Tercera, Santiago de Chile, 26/XI/04).

“Tuvimos sexo oral de parte de él. No fue algo disfrutable al principio, después sí, me fue llevando de a poco” (Roberto Echavarren Walker, Julián, el diablo en el pelo, Trilce, Montevideo, 2003, p. 154).

“Puedes hacer el sexo, pero no puedes hacer el amor” (Mado Martínez, Piedras mágicas, Sirio, Málaga, 2007, p. 82).

“El primer español que hizo sexo en vivo en el Bagdad fue uno de nuestros camareros” (“Juani de Lucía, propietaria de la sala de porno en vivo Bagdad”, en David Barba, 100 españoles y el sexo, Plaza & Janés, Barcelona, 2009, p. 315).

“Tommy y Leona se pusieron a realizar sexo explícito ante las 4.000 personas que estaban viendo el concierto de la banda The Cumshots (Las eyaculaciones)” (“Porno ecológico para salvar los bosques”, El País, 16/IV/14).

Como con coito, cópula y acto sexual, las construcciones verbales con sexo (y con su artículo) dan la impresión de una variedad engañosa, fruto no del bullicio y la inventiva (como en el caso de las “voces malsonantes”) sino de la vacilación, de la incomodidad y del incierto alivio de ensayar un nuevo truco contra la insatisfacción que nos produce el uso de otras expresiones: fruto, admitámoslo, del fracaso a la hora de llevar a un terreno neutro algo que se resiste a serlo. La “naturalidad” y la “normalidad” siguen siendo un desiderátum (o tal vez, en materia sexual, nunca lo hayan sido), y parece que, con estas “soluciones” inflacionarias, lo que hacemos sobre todo es agarrarnos a un clavo ardiendo. Lo cual nos recuerda esa inmensa falacia de “llamar a las cosas por su nombre”, compartida con despotismo tanto por rectos científicos como por recios “malsonantes”. Ninguna cosa tiene realmente su nombre: tiene el nombre que funciona, es válido o le conviene en cada ocasión, y a veces ni siquiera eso.

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