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Kurt Vonnegut, el abuelo que no creía en Dios porque creía en los pájaros

Homenaje al novelista estadounidense de la contracultura a propósito de la edición de sus dibujos en 'Kurt Vonnegut Drawings'

Además de escritor, Kurt Vonnegut también fue dibujante
Además de escritor, Kurt Vonnegut también fue dibujante

Kurt Vonnegut dibujaba castores y cobras para relajarse. Cuando Sport Illustrated lo envió a cubrir el incidente de un caballo de carreras que había renunciado a competir, miró el papel durante horas y escribió: “El caballo ha saltado la puta valla”. También escribió que “si los deseos fueran caballos, los mendigos serían jinetes”.

Era presidente honorífico de la Asociación Humanista de Estados Unidos, pero fumaba Pall Mall sin filtro para suicidarse sutilmente y sin alardes aparatosos; a menudo se fotografiaba con perros. En una de sus novelas más conocidas, describió a un perro labrador al que se le había arrebatado la capacidad de no sufrir: “Sparky no podía menear la cola porque años atrás lo había atropellado un coche, así que no tenía manera de comunicar a otros perros que era amigable. Tenía que pelear todo el tiempo. Tenía las orejas raídas. Estaba lleno de cicatrices”.

A Kurt Vonnegut le dieron un Corazón Púrpura por sus servicios en la Segunda Guerra Mundial, aunque él encajó el honor diciendo que solo tenía “una herida ridículamente insignificante”. Sin embargo, creía que los únicos con derecho a decir algo eran los pájaros: “Si este libro es tan corto, confuso y discutible, es porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza. Después de una carnicería solo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como '¿Pío-pío-pi?”.

Kurt Vonnegut, con bigote y corazón rojo de Mark Twain, un humanista enfadado con los hombres, vivió esa matanza. El azar, el único motor de la historia, quiso que estuviera encerrado en un matadero cuando los aliados bombardearon Dresde. La ciudad convertida en un paisaje lunar. Le prometió a una amiga que jamás describiría a soldados como Frank Sinatra o John Wayne porque sabía que son los libros y las películas las que vuelven comprensibles brotes tan absurdos como la guerra. Así que escribió Matadero Cinco, con viajeros de cuatro dimensiones que no mueren, saltos temporales, personas vulnerables y el mantra de una frase resignada: “And so it goes”. No quería escribir sobre ello, pero tenía que escribir sobre ello y de la incapacidad para escribir sobre lo que no podía no escribir salió esa y otras novelas. Así fue.

Esa frase, “así fue”, es la segunda cita literaria más tatuada en las pieles de los estadounidenses. Si Vonnegut saliera de la tumba en la que se echó una siesta en 2007 (“He aquí sus palabras sobre la muerte: vaya, vaya, vaya…”) se sentiría mucho más orgulloso de eso que de las ventas de ese libro o de su estatus como novela crucial en la literatura contracultural de este planeta y de muchos otros que desconocemos. Así es.

Kurt Vonnegut, en una imagen de 2004.
Kurt Vonnegut, en una imagen de 2004.CORDON

Era Kurt Vonnegut. El hombre desencantado con las personas que sin embargo trabajó durante años como bombero voluntario en el pequeño pueblo de Alplaus. Si lo invitaban a un simposio sobre el futuro de la novela en la era McLuhan, él prefería hablar sobre cómo “dormir toda una noche en un cine de Nueva York lleno de viejos verdes”. Amaba a los escritores de ciencia ficción (“Os amo, hijos de puta”, les dijo) y no solo porque él hubiera sido uno de los mejores. Sabía que el humor era la única forma de inteligencia libre de presunción y por eso se reía. Él decía que, tal y como los humanos habíamos dejado el mundo, hecho unos zorros, solo los pájaros podían decir algo; el español Enrique Jardiel Poncela apuntaba que lo único que se podía decir de la vida era lo siguiente: “Miau” (“ante lo atroz, risa; ante la realidad, risa risa. Me río de todo porque todo es risible”). Kurt Vonnegut, con su bigote de esparadrapo y su pelo ensortijado, había llorado más de lo que otros lloran en siete vidas, pero sabía cuál era su elección: “Reír y llorar pueden ser respuestas al agotamiento y la frustración. Por mi parte, yo prefiero reír, simplemente porque hay menos que limpiar después”.

En sus libros no hay personas esencialmente malas, porque sabía que todo el mundo puede serlo en algún momento si se le da una buena razón para dejar de ser bueno. Sus personajes, y así lo dijo en sus ocho reglas para escribir, “siempre desean algo. Aunque sea un vaso de agua” y siempre, también, habían perdido algo (ya fuera la cartera en el metro, la boina en una jarana o la inocencia en una guerra). Kilgore Trout, uno de los hijos de su gran familia de personajes inventados (y que reaparecía una y otra vez en sus novelas como el amigo que entra en casa y coge algo de la nevera), firmó el siguiente epitafio: “Kilgore Trout (1907-1981) Somos sanos solo en la medida en que nuestras ideas sean compasivas”.

Por eso en una última cena él presidiría la mesa, el vaso como catalejo pasando de mano en mano, de Ray Bradbury a Mark Twain y volviendo a él, el líquido siempre al mismo nivel: sin consumirse, ni vacío ni lleno, medio vacío o, mejor, medio lleno. Por todo eso a veces, cuando escribía, se le hacía bola, un polvorón varado en la tráquea, y se emocionaba un poco o no sabía por dónde tirar. Dicen que Philip Roth escribe de pie por algo parecido y Marx tampoco se sentó durante toda la redacción de El Capital (claro, que él tenía hemorroides). Entonces, dibujaba. Dibujaba garabatos, porque pintar un óleo sería algo tremendamente irrespetuoso (e insoportablemente solemne) con lo absurdo que es todo. Dibujaba castores, serpientes y asteriscos que eran anos. Todos esos dibujos que ahora edita su hija Ninette en Kurt Vonnegut Drawings (Monacelli Press) y que se podrán comprar desde el 13 de mayo.

Dibujos para cuando no podía decir lo que no podía evitar decir. Porque sabía que sólo podría saber algo de verdad cuando averiguara “si la vida bromea o no”. Porque sabía que la vida “es peligrosa, y puede doler mucho. Pero eso no significa que no sea una broma”.

Así fue Kurt Vonnegut. Así es.

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