Los sabores de Djerba
Olivos, dátiles, romero. Espliego, hinojo, pimentón. Hay olores y sabores que unifican paisajes y marcan territorios de fronteras sensoriales. De Croacia a Murcia, de Niza a la isla tunecina de Djerba. La mediterraneidad es un pasaporte imaginario que da cobijo a una ciudadanía de luces azuladas, pueblos enjalbegados y aromas a salitre, cilantro y aceite de oliva.
Por más que el hombre se empecine en trazar límites terrenales, los sentidos se encargan de diluirlos en otros más lógicos, donde el color de la tierra es más importante que un armisticio y la luz del atardecer hermana más a sus habitantes que todas las batallas de la historia. ¿Existirá nación imaginaria más unida que la que delimitan las riberas del Mare Nostrum?
En este estado inmaterial –y por tanto, casi perfecto – conviven lenguas y religiones dispares bajo la misma bandera –anaranjado de azafrán, marrón oscuro de ciruelas pasas, verde claro de alcaravea – y el mismo himno, el que compone el aire perfumado del crepúsculo cuando tras una tarde veraniega de plomo y fuego juguetea con el ramaje de las palmeras para refrescar el ambiente.
¿Pensarían lo mismo los piratas que hicieron de Djerba su refugio?
Por José Agustín Goytisolo sabemos que un pirata puede ser honrado – al igual que una bruja, hermosa –pero nunca nos dijo si además tenían sensibilidad poética. Lo que no tuvo el pirata Dragut fue piedad con la guarnición española que defendía el fuerte de Borj El Kebir en 1560, porque los masacró a todos y con sus calaveras levantó una torre macabra que estuvo en pie hasta 1848, cuando en un acto de piedad los restos de aquellos infelices que apenas tuvieron tiempo de paladear los sabores y los olores de esta isla mediterránea fueron trasladados al cementerio cristiano.
Djerba es un trozo de desierto desgajado del continente que en su deriva encalló en el golfo de Gabès, a muy pocos metros de la costa tunecina. Plana, sedienta, milenaria y bañada por una luminosidad cegadora, Djerba es como un espejismo de esa nación irreal que llamamos Mare Nostrum en la que han pedido asilo todos los navegantes de la historia. El mismo Ulises, si nos fiamos de la interpretación de la Odisea que hace la población local, se vio atraído por sus encantos, con tan mala fortuna que sus hombres se aficionaron a comer la flor del loto y perdieron la memoria. Solo Ulises tuvo voluntad suficiente para no probar el fruto y quedó a salvo de la amnesia en la que caían todos los forasteros que arribaban a esta supuesta isla de los lotófagos.
Otros muchos que llegaron después, judíos, fenicios, griegos, romanos, normandos, turcos o españoles, también cayeron en la amnesia, pero no provocada por el loto sino por las arenas doradas de sus playas, el aroma de las naranjas, las granadas y los limones, el cielo azul impoluto, el clima benévolo, la jugosidad de los vergeles y la dulzura del aire.
Sea como fuere, también olvidaron por dónde habían venido y se quedaron en esta isla plácida para ir tejiendo la red mestiza de civilizaciones que ha forjado su fisonomía y que aún hoy se aprecia en la arquitectura local, en el paisanaje y en las mercancías que se exponen en los suk de Houmt Suk, de El Kantara o de Guellala: cerámicas vidriadas, tejidos de sedas y algodón, joyas, repujados de cuero, especias...
La gastronomía es parte inequívoca de la cultura de un pueblo. Incluso un ilustre detractor de esta idea, don Gregorio Marañón, que nunca creyó en el recetario como un elemento integrador de la personalidad regional, hacía la excepción de los pueblos mediterráneos, que por ser “los más viejos de la historia”, une a su sentido artístico una compleja y gustosa cocina.
La culinaria de Djerba, la cocina tunecina al fin y al cabo, es reflejo de ese sentido artístico y mestizo, salpimentado con tradiciones y herencias muy diversas. Así lo aprecia el viajero cuando se sienta en algún restaurante de las playas de Seguia y Aghir, con el faro de Tourguennes recortado en el horizonte, o del puerto de Borj Jillij, en el noroeste de la isla.
Lo más seguro es que mientras espera el plato principal sea agasajado con un kémia, la versión magrebí de las tapas hispanas, el gusto mediterráneo de paladear diversos aromas y sabores sin llegar a saturarse con ninguno. El kémia tunecino es la manifestación mediterránea del placer epicúreo por lo pequeño y lo exquisito: aceitunas, atún fresco, salmonetes fritos, alcaparras o briks, las empanadillas de hojaldre frito que pueden encerrar todo tipo de placeres, como pollo especiado, carne de cordero picada, marisco, huevo duro o atún.
El festival gastronómico continuará con una hourya, ensalada de puré de zanahoria con aceitunas, alcaparras y semillas de alcaravea, seguida de un plato de kamunia, guiso de carne de novillo e hígado condimentado con comino, o de un estofado de cordero muy popular entre los tunecinos conocido como garguolette.
Para terminar, bouza, un postre similar a las natillas, pero con semillas de sésamo, leche, azúcar, avellanas y sorgo. Todo regado con un vino tunecino, pues las restricciones del Islam no pudieron con la tradición mediterránea de la vid, arraigada en el país desde muchos siglos antes del nacimiento de Mahoma. Toda esta algarabía de ingredientes puede resultar similar a la utilizada en otros países ribereños, pero este supuesto estado sensorial e idílico de la mediterraneidad también alberga sus diferencias.
Como decía el ensayista francés Jean François Revel "algunas cocinas viajan, pero no así la mediterránea, que es muy difícil de realizar fuera de su ambiente". Solo en Túnez se conocen 60 formas de preparar el cous-cous, y la famosa salsa picante harissa en la que se hermanan pimientos molidos, ajo y especias no sabe igual en la isla que en las planicies saladas de Tozeur.
Porque Djerba es puro Mediterráneo, sí; pero marinado en sus peculiaridades.
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