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Tribuna
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El coste de la imputación de la Infanta

No es grave que el juez llame a declarar a la hija del Rey, sino el deterioro de personas e instituciones como la fiscalía y la Agencia Tributaria que con ánimo de defenderla han ofrecido una penosa imagen de su labor

EVA VÁZQUEZ

La nueva imputación de la Infanta Cristina (“imputación”, no “procesamiento”, ni “acusación” siquiera) y las muy singulares circunstancias que la preceden y acompañan me llevan a reiterar algunas ideas que trato de fundamentar con poco éxito y desde hace más de un año.

La primera, y en cuanto al poco optimista horizonte judicial del duque de Palma, creo que solo una condena “pactada” con las acusaciones (incluida la popular) puede evitar no ya su ingreso en prisión sino el bochornoso juicio público del yerno del Rey de España. La segunda, y por lo que a la Infanta se refiere, lo más preocupante no es el doloroso calvario que está padeciendo (porque nadie duda del happy end del proceso contra la misma), sino su recorrido y elevados costes institucionales que tendremos que asumir, en buena medida por la desafortunada estrategia de defensa de quienes decidieran esta; ¡qué distintas hubieran podido ser las cosas si la Infanta hubiera comparecido incluso antes de ser imputada por primera vez de forma voluntaria!

La tercera reflexión es una denuncia: para algunos, por lo que parece, lo dramático es la repercusión mediática de la llegada de la Infanta al juzgado (la foto y el paseíllo) y el testimonio (en vídeo o solo en audio) de la grabación de su comparecencia y declaración. Lo grave, sin embargo, es el deterioro, desgaste y menoscabo en la percepción social de personas e instituciones que tendrán que pagar por ello unos elevados costes.

Urdangarin, pienso, buscará una sentencia por conformidad, pactada, declarándose culpable a cambio de una reducción de la condena. Pero el camino no será fácil. Primero, porque el pacto requiere la aquiescencia de todas las acusaciones y tendrá que convencer, por tanto, también a la acusación popular de Manos Limpias. Segundo, porque la justicia “negociada” es en su origen una institución foránea ajena a la tradición jurídica continental, ya que esta última prima la legalidad sobre la oportunidad y la pena justa y merecida sobre el oportunismo y los intereses de las partes del proceso. En nuestro modelo de justicia criminal cuesta imaginar una pena justa, impuesta con las debidas garantías, prescindiendo de la celebración de un juicio.

La comparecencia ante el juez es síntoma del buen funcionamiento del Estado de derecho

Tercero: porque desde un punto de vista psicosocial nada desdeñable (recuérdese el teorema de Thomas: “Las cosas no son como son, sino como se perciben”), la llamada justicia “negociada” transmite una perversa imagen de chalaneo, de mercadeo, que daña gravemente al propio sistema a los ojos del ciudadano medio y la opinión pública. No en vano, los detractores del mismo argumentan que la obtención final del pacto explota al máximo la tarjeta de presentación, relaciones personales y sociales, influencia y habilidad negociadora del abogado defensor pasando a un segundo plano la propia solidez argumental de su alegato jurídico. Y recuerdan que no deja de ser un perfecto traje a la medida del delincuente de las altas esferas, porque en definitiva la experiencia demuestra que no pacta —o lo intenta— quien quiere sino quien puede.

La segunda imputación de la Infanta, que previsible y lógicamente confirmará la Audiencia de Palma (por eso carece de sentido recurrirla), no es ninguna catástrofe nacional sino síntoma del buen funcionamiento del Estado de derecho, de la división de poderes, de la independencia judicial y de la igualdad de los ciudadanos ante la ley. A buen seguro, que Federico II de Prusia, como hiciera entonces con el juez de Berlín que dio la razón al molinero frente al propio rey, habría elogiado hoy al magistrado Castro por su testimonio, en absoluta soledad y sin nadie que le ampare, de independencia y pundonor.

Preocupa, por el contrario, el comportamiento procesal de otros operadores jurídicos que oponiéndose a la imputación de la Infanta, lejos de evitar esta, muy probablemente y en la percepción social, han perjudicado a la propia Infanta que sin duda no necesitaba ni pidió tales apoyos. Ante todo, el proceder del ministerio fiscal recurriendo la primera imputación: oponiéndose, ad cautelam, a la segunda antes de que el juez solicitase su informe y la acordara; y criticando con lamentables insinuaciones al instructor por la ulterior imputación a pesar de no haberla impugnado deja en muy mal lugar a la fiscalía, pues nadie comprendería que en un caso como este y dada la estructura jerárquica del ministerio público el fiscal del caso actuaba sin el conocimiento y respaldo de sus superiores. Jueces díscolos o rebeldes puede haberlos; fiscales, no. La Agencia Tributaria tampoco sale muy bien parada, cuando menos su celo recaudatorio. No es fácil de entender que unas facturas “simuladas” tengan eficacia jurídicotributaria para desgravar los correspondientes “gastos”. O que tanto el ministerio fiscal como el abogado del Estado —del Estado, no de los imputados— olviden la vigencia del artículo 122 del Código Penal (“partícipe a título lucrativo”), artículo que exige la devolución de lo indebidamente percibido a quien sin haber participado personalmente en la ejecución del delito e incluso desconociendo el origen ilícito de los fondos se hubiere enriquecido con estos.

Los abogados de Cristina de Borbón emprenden un inevitable e inteligente cambio de estrategia

Una voluntaria comparecencia judicial de la infanta, antes de ser imputada, declarando a iniciativa propia, hubiera podido ser entonces convincente. Hoy ya no. Porque hoy el instructor, motivado por la Audiencia de Palma, ha realizado una investigación exhaustiva y demoledora para fundamentar la imputación (inocencia o culpabilidad no están por ahora en juego en este momento del proceso). Por esta razón, creo yo, los abogados de la Infanta emprenden un inevitable, tardío pero inteligente, cambio de estrategia de defensa aconsejándola que comparezca a declarar.

El próximo sábado se enfrentarán dos actitudes y estrategias procesales antagónicas. El juez instructor, que conoce como nadie los detalles y particulares de la causa, interrogará probablemente a la imputada una y otra vez sobre hechos concretos y puntuales. La imputada, por su parte, apelará —también una y otra vez— a la confianza depositada en su esposo y a la intervención de terceras personas (asesores, secretarios, etcétera), porque su defensa ofrece un cauce argumental estrecho, angosto y su delicada situación personal y humana atenazan, sin duda, su ánimo, haciendo poco probable que resista a un largo, minucioso y tenso interrogatorio judicial, aunque solo responda a las preguntas del juez y de su propio abogado defensor. Tal vez, incluso, el magistrado instructor considere inútil proseguir dicho interrogatorio al constatar que la imputada se ampara sistemáticamente en un alegado genérico, monótono y reiterado que no satisface el celo investigador del juez Castro.

En cuanto a las llamadas “penas mediáticas” por razón del modo y forma de acceso de la imputada a la sede judicial (el paseíllo por la famosa rampa, y la foto) creo que —cuestiones de seguridad aparte— debieran evitarse, por innecesarias, a todo imputado cuya inocencia se presume, sin excepción. La mera existencia indeleble del testimonio gráfico (lo que los teóricos denominan “ceremonias de la degradación”) no se eliminan ni siquiera con la eventual sentencia absolutoria posterior, lo que no es justo tampoco.

Antonio García Pablos es catedrático de Derecho Penal y Criminología.

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