La desigualdad más allá de la pobreza
La desconfianza empieza por los que menos tienen, pero se esparce entre los ricos
La desigualdad corroe el proyecto europeo. Así rezaba un artículo publicado hace unos días en este periódico refiriéndose a la abrumadora evidencia sobre la creciente desigualdad en Europa. Puede que a estas alturas los datos sobre la brecha económica entre individuos y países no sorprendan a nadie. Los efectos de la crisis sobre la distancia entre ricos y pobres son tan palmarios en las estadísticas como lo son en la realidad de cualquier ciudadano que pise la calle. El empobrecimiento es la primera y más directa consecuencia de la desigual distribución de las cargas impuestas por las políticas de austeridad. Pero, ¿qué consecuencias se derivan de la desigualdad, más allá de la pobreza?
El principal temor al que se suele asociar la desigualdad es el del auge de los populismos. El argumento es que la frustración de los ciudadanos por su incapacidad para cambiar el rumbo de las políticas y por los abusos del poder económico puede derivar en una radicalización de sus apoyos políticos. Sin embargo, junto con los posibles estallidos de una ciudadanía impotente, quizás el riesgo más profundo y corrosivo de la desigualdad se encuentra en la ruptura de la cohesión en la que se sustenta la convivencia social. Una sociedad con amplias desigualdades está altamente incapacitada para alcanzar un acuerdo básico sobre derechos y deberes.
La empatía o capacidad para comprender o simpatizar con la posición del otro es un pilar fundamental de la convivencia social. No es algo nuevo. Cuando los atenienses de la antigua Grecia decidieron que los puestos de responsabilidad política rotarían entre los que tenían la condición de ciudadanos, lo hicieron pensando en prevenir los excesos de quienes gobernaban. Aquellos que tomaban el poder durante un tiempo sabían que poco después dejarían de ser gobernantes y pasarían a ser gobernados, lo que reducía los incentivos para el oportunismo entre los políticos de turno. Ponerse en la piel de quien tenía que someterse al poder les predisponía a tomar decisiones más justas.
La misma lógica empática —la de pensarse en otra posición social— es el ejercicio que subyace en conocidas teorías sobre la justicia. Si desconociésemos en qué lugar de la sociedad nos va a tocar vivir y pudiéramos imaginarnos más o menos ricos, mejor o peor dotados de inteligencia o más o menos beneficiados de un entorno favorable, entonces estaríamos en mejores condiciones para elegir los principios de justicia que deben regir una sociedad. Interiorizar la incertidumbre sobre nuestro destino social nos llevaría a escoger un conjunto de obligaciones y derechos más justo y aceptable por todos.
La cohesión social es mayor en los países del norte de Europa porque hay menos desigualdad
La desigualdad, por tanto, erosiona la empatía que alimenta la convivencia social. Cuanto más distintos somos, más difícil será pensarnos en la condición de los otros y encontrar intereses comunes. Y, más importante, menos predispuestos estaremos a someternos a las decisiones de quienes creemos que nada tienen que ver con nosotros.
¿Por dónde puede comenzar a abrirse esa brecha? Es posible que la desconfianza se intensifique primero entre los grupos de ciudadanos que menos tienen, que son los que muestran habitualmente niveles más altos de desafección, para acabar extendiéndose entre los más ricos. El principal sustento de la confianza social quedaría relegado a una cada vez más exigua clase media. Según la última Encuesta Social Europea, esa es la radiografía social en algunos países donde se combinan niveles muy bajos de confianza social y desigualdad. En Portugal, Chipre, Rusia, Eslovaquia o Bulgaria la relación entre ingresos y confianza social tiene forma de U invertida. Quienes menos confían en la buena voluntad de sus conciudadanos son, sobre todo, los grupos más pobres. Sin embargo, a diferencia de otros países, esa valoración no mejora linealmente con los ingresos, pues la confianza tiende a caer ligeramente entre los grupos con ingresos más altos. Cuanto más distinta es una sociedad, menos abundantes son las valoraciones positivas del prójimo, especialmente entre quienes menos se parecen entre sí: los polos extremos de la distribución de ingresos.
Lo contrario ocurre en las sociedades más igualitarias. Los ciudadanos de los países nórdicos son los que muestran valoraciones más positivas sobre cuánta justicia, buena fe o ayuda puede esperarse de los demás. En estos países la distancia entre los que tienen mucho y los que tienen poco es menor, lo que fomenta la percepción del otro como un igual. Seguramente ello explica que las opiniones sobre el prójimo sean muy similares entre los distintos grupos sociales, lo que a su vez indica un alto nivel de cohesión social.
En definitiva, es bien cierto que la desigualdad corroe el proyecto europeo. Pero eso solo nos muestra una parte del lastre al que Europa está condenándose. A los países en el furgón de cola se les imponen, además, dos castigos adicionales: el más inmediato y visible, el empobrecimiento de la mayoría de la población. Y el más corrosivo, lento y de largo plazo: el de su creciente incapacitación para llegar a amplios acuerdos sobre el conjunto de normas que debe regular la convivencia social.
Sandra León es profesora de Ciencia Política en la Universidad de York y colaboradora de la Fundación Alternativas.
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