El precio
En la orilla del mundo en la que vivo solemos -¿solíamos?- no enorgullecernos tanto de borrar el pasado de un plumazo

Yo tenía unos cinco años, y no olvido el sitio exacto —a los pies del olivo— donde don Martín, el maestro mayor de obras, me hizo poner el primer ladrillo de la casa donde mis padres, mis hermanos y yo viviríamos durante años. Esa fue la casa de las Navidades y los cumpleaños, de la alegría y la desesperación. No siempre éramos felices, no siempre la casa era bonita, pero estaba llena de crujidos que eran nuestros. Odiábamos y amábamos esas paredes porque eran una extensión de nosotros —de nuestra oscuridad y de nuestra decepción, de nuestras imaginaciones desbordadas—, y estaban exhaustas por el peso de nuestra euforia y la risa feroz de nuestros corazones ¿A qué viene esto? A que durante los últimos meses de 2013 pudo verse en la Argentina la versión local de un programa que dio la vuelta al mundo, España incluida, que se presenta como un reallity show de espíritu solidario y que consiste en renovar la vivienda precaria de una familia humilde. Se llama Extreme Makover. Para que esa renovación se lleve a cabo, la producción destroza —dinamita o aplasta o tumba a patadas— la deteriorada vivienda anterior, mientras la familia contempla esa destrucción masiva. Si un incendio produce un trauma infinito, esto parece un trauma autoinfligido. O, en todo caso, una agresión extrema contra el pasado de personas que hicieron lo que pudieron hasta que llegó la televisión para decirles, precisamente, que todo eso que hicieron es un montón de nada (o de mierda), y que obtendrán un sitio nuevo a cambio de aceptar —públicamente— que el anterior no merece el respeto de una despedida digna, sino un exterminio radical. En la orilla del mundo en la que vivo solemos —¿solíamos?— no enorgullecernos tanto de borrar el pasado de un plumazo, y la palabra memoria quiere decir alguna cosa. O quería, no lo sé. El programa tuvo mucho rating.Todos dijeron que era tremendamente conmovedor.
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