Qunu, un paseo por la cuna de Madiba
La muerte y el entierro de Nelson Mandela han situado en el mapa un pequeñísimo pueblo de una de las áreas más pobres de Sudáfrica. Qunu, en las laderas de colinas de suaves redondeces y verde intenso de la provincia del Eastern Cape, ha pasado de aldea local a aldea global, atrayendo a miles de periodistas de todo el mundo y otras tantas personalidades de distintos ámbitos invitados en el funeral de Estado. El primer presidente negro y democrático del país descansa para siempre debajo de esta tierra, en el mausoleo familiar, cumplidos así sus deseos.
Mandela siempre relacionó Qunu con los buenos años, con la felicidad infantil y allí se compró un terreno y se construyó una gran casa tras quedar en libertad, en febrero de 1990. Sus vecinos explican que durante los largos 27 años que pasó encarcelado nunca su figura cayó en el olvido sino que los más viejos contaban a las generaciones más jóvenes que un vecino ilustre sacrificaba su vida por los derechos de la mayoría negra. Por eso, cuando Mandela escogió esa tierra se desbordó la alegría. El antiguo activista anti apartheid pasó largas temporadas allí, sobre todo después que en 1999 terminara su mandato presidencial y hasta que su delicada salud aconsejó que se trasladara hasta su mansión de Johannesburgo para estar más cerca de médicos y hospitales.
Cynthia lava sus cortinas en el patio de su casa mientras su hijo consultael móvil, en Qunu. Marta Rodríguez
A partir de ese encuentro, Mandela pasó a ser un habitual con el que coincidían en los paseos que el Premio Nobel de la Paz solía darse para ejercitarse. Paseo y charla. Como si la práctica del deporte fuera la excusa para entablar conversaciones con sus vecinos de toda la vida, con su gente. Dicen que Mandela se entretenía con todos y cada uno de los que se encontraba a su paso y para todos tenía “una buena palabra, una sonrisa, un comentario de sobre cómo está la familia o cómo les va la vida”, recuerda Zola.
Más que al ex presidente Nelson Mandela, los vecinos de Qunu entierran al vecino Madiba, el nombre del clan por el que se le conocía cariñosamente en el país y el apelativo con el que pidió a los suyos que le llamaran. El vecino más famoso y querido que cuando llegaba a su casa izaba la bandera sudafricana para que todo el mundo supiera que serían bien recibidos.
Mandela era bueno, muy bueno con su gente. Nadie cae en provocaciones para relatar un mal gesto suyo. Al contrario, todos tienen mil anécdotas que explican la generosidad, humildad y buen hacer de este personaje, llorado y venerado como el santo que él mismo negó ser y enterrado como un héroe.
No hay rastros de los años de niñez y adolescencia que Mandela pasó en Qunu junto a su madre. Su vieja casa es hoy un huerto y la nueva residencia se encuentra justo al otro lado del poblado y es una réplica de Victor Verster, la cárcel con piscina y jardín que el apartheid le reservó los últimos años de condena para que las negociaciones entre los dos bandos llegaran a buen puerto.
Qunu está hoy en día en el mapa del mundo y los vecinos confían que la tumba de Mandela sea un buen polo de atracción para visitantes y curiosos, aunque la única infraestructura turística es el pequeño museo que lleva su nombre. Pero sí buena carretera que conecta con Mthatha, la capital comarcal donde el féretro de Madiba aterrizó con honores militares procedente de la capilla ardiente de Pretoria.
Mujeres con vestidos tradiconales xhosas esperan la llegada del féretro deMandela, en Qunu. Marta Rodríguez
El mundo infantil de Mandela, sin embargo, no empieza en Qunu sino en Mvezo. A una veintena de kilómetros de Qunu, donde nació fruto de un matrimonio con el padre polígamo que convivía con sus mujeres. El niño Rolihlahla, lo de Nelson vendría más tarde de la mano de una profesora inglesa siguiendo la costumbre de europeizar a los africanos, convivía con todas las esposas y medio hermanos sintiéndolos como propios porque en lengua xkosa “no existe el concepto de hermanastros ni padrastros”, escribe Mandela en sus memorias.
La etapa de Mvezo terminó pronto. La muerte del padre, perteneciente a la familia real de Thembu, propició que su madre lo llevara a pie hasta Mqekezweni, una aldea vecina en la que el regente Jongintaba Dalindyebo lo cuidó como un hijo y le dio una buena educación. Mandela tenía nueve años y se quedó en una de las casas redondas típicas de la zona, de sala única, con un camastro como único mobiliario junto a su primo Justice.
La casa aún sigue levantada, a medio pintar de color verde y es el orgullo de los vecinos, que la mantienen abierta para los escasos visitantes que se pierden por una pista forestal entre las colinas sinuosas.
Hay tristeza y decepción de que Mandela se decantara por Qunu y no por Mqekezweni para el mausoleo. No obstante, el orgullo es patente y mientras los invitados al funeral despiden a Mandela, los lugareños contemplan la escena en silencio y con sus mejores galas en una de las pantallas gigantes que el Congreso Nacional Africano ha instalado allí para la ocasión. Poco después, el poblado en pleno comerá ternera guisada que fue sacrificada el día anterior en memoria de Mandela.
Mientras reparten las raciones de verdura y ternera, las mujeres tienen claro que a partir de ahora tienen un nuevo ancestro a quien “pedir que vele por nosotros”. Las creencias xhosas sostienen que las almas de los muertos guían a los vivos y más si se trata de un jefe de clan, como lo fue Madiba.
Mandela escogió Qunu pero también cumplió con Mqekezweni visitando la aldea en los primeros años de su liberación. Después, en las navidades enviaba vehículos para recoger a los niños y llevarlos hasta su residencia de Qunu, donde les daba obsequios y comida.
La importancia de Mqekezweni en la vida de Mandela es que aquí se le despierta la consciencia política. Un sencillo cartel señala el árbol de goma (gum tree). Bajo su sombra, los más viejos de la aldea solían sentarse para debatir y discutir sobre los problemas de la comunidad o, sencillamente, hablar de la vida. Raymond Mdazuka sabe al dedillo la historia del árbol y Mandela y con una meticulosidad que conserva de su época de maestro del pueblo explica que el niño Mandela “le gustaba escuchar a escondidas las conversaciones de los mayores y allí aprendió las duras condiciones en que vivían los negros en Sudáfrica ya que en ese rincón el racismo y discriminación vigentes quedaba diluido por la escasa población blanca residente.
Unos niños charlan debajo del mismo árbol en el que Mandela se pasaba horas escuchando a los sabios de laaldea de Mqekezweni. Detrás la pantalla en la que el pueblo siguió el funeral. Marta Rodríguez
En ese árbol, Mandela recibió otro nombre tras la larga ceremonia de iniciación tradicional en la cultura xhosa, que incluye la circuncisión de los adolescentes y un baño purificador en un rio. Los viejos del lugar acertaron dándole nuevo apodo, Dalibhunga, algo así como el que convoca el diálogo. Un nombre acertado.
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