Marea autoritaria
Interesa capturar al aparato del Estado para desarrollar una ideología. Se privatiza el Estado
En una reunión del PP, Esperanza Aguirre preguntó al ministro de Justicia por qué no habían destituido a Luis López Guerra, magistrado español en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), que con su voto no avaló la retroactividad de la doctrina Parot, lo que está posibilitando la excarcelación de algunos presos relacionados con el terrorismo y con varios de los más viles asesinatos cometidos en España, después de cumplir su pena.
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ha elaborado un anteproyecto de ley para la Protección de la Seguridad Ciudadana, en el que las multas a los que protestasen en la calle eran tan disparatadas que todo hace pensar que su filtración fue intencionada para, una vez rebajadas tales multas, crear la sensación de que se había corregido lo peor de la ley. Pero es difícil no ver, en lo conocido, una reacción patológica ante las movilizaciones sociales. Una especie de convertir lo social en asunto policial.
Hay cosas que no se pueden hacer ni aunque el Gobierno que las pretende tenga mayoría absoluta. No se puede echar a un magistrado del TEDH porque no te gusten sus dictámenes, ni legislar por encima de las normas del Estado de derecho. Ambos asuntos, la pregunta de Aguirre y el texto inicial de Fernández Díaz denotan una pulsión autoritaria. El periodista Juan Luis Sánchez ha publicado un libro sobre Las 10 mareas del cambio (eldiario.es libros) que sirven para explicar los nuevos discursos sociales (educación, sanidad, agua, feminista, desahucios, transparencia, nuevos medios de comunicación, cultura, tecnopolítica y constituyente). A ellas habría que incorporar otra marea, esta de dirección contraria, que busca controlar a las anteriores y que intenta un cambio de sentido de la sociedad: es la pulsión autoritaria que ha prendido en tantos países.
En el fondo de esa pulsión, en las declaraciones de Aguirre (que no son anecdóticas, sino que vienen avaladas tantas veces por su práctica política como presidenta de la Comunidad de Madrid) y en las de Fernández Díaz (en las que se puede incluir su opinión sobre las concertinas de Melilla) hay una concepción patrimonialista del Estado: sirve para que, mientras yo mande, pueda utilizarlo para la defensa de intereses particulares, partidistas, gremialistas, que no se corresponden con el interés general y con las reglas del juego comúnmente aceptadas. Se intenta capturar el aparato del Estado por los intereses de los estratos dominantes de cada momento. Es este un Estado muy permeable a interpretaciones ajenas a las generales y que, a fuerza de mal utilizarlo, tiene dificultades para garantizar la ciudadanía efectiva a la mayoría de la población y es incapaz de actuar como moderador.
Es un Estado frágil y que se manifiesta en democracias poco maduras y de escasa calidad. Uno de los problemas de nuestro país es el manifiesto retroceso de la calidad de esa democracia en los últimos tiempos.
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