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Columna
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Nápoles

Aún no han comenzado a arder los montones de detritus porque todavía no tenemos bastante mafia como para competir con la ciudad italiana

Jorge M. Reverte

Madrid ya es Nápoles. Gracias a la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, en un espacio diáfano, acogedor y ejemplar por muchas razones, el Matadero, los visitantes pueden conocer una de esas muestras que se pueden contemplar muy pocas veces en la vida: la Biblioteca de Herculano.

Eso se lo debemos también a un rey que fue alcalde, el que se inventó Madrid, Carlos III, el principal impulsor de las excavaciones rigurosas, científicas, diseñadas para rescatar los tesoros que habían quedado sepultados bajo las cenizas y la lava que el Vesubio arrojó sobre Pompeya y Herculano en el siglo I.

Una exposición irrepetible, de la que los italianos han dicho que no volverá a tener lugar en términos parecidos por lo que les ha hecho sufrir el traslado de algunas piezas. En las salas del Matadero se desenrollan los papiros, se yerguen los vaciados de los originales de bronce y se abren maravillas de la edición del siglo XVIII, para culminar con frescos de una fuerza descomunal hechos para la eternidad. Eso fue la bahía de Nápoles. Y Madrid lo goza por un tiempo tasado.

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Cuando se sale del recinto de la exposición a respirar el aire cálido que el cambio climático nos trae, ahí está también Nápoles. Una alcaldesa, Ana Botella, nos ha regalado la evocación. Hay basura para la eternidad, para que el visitante foráneo recuerde Madrid como la villa de la mierda y la desolación. Aún no han comenzado a arder los montones de detritus porque todavía no tenemos bastante mafia como para competir con la ciudad italiana. Pero ya huele, y hay quien asegura haber visto cadáveres de ratas, que es lo único peor que las ratas vivas.

La alcaldesa medita si comprometer al ejército en la limpieza. Para luchar contra los trabajadores peor pagados de España.

Habría otra fórmula: echar de la alcaldía a Ana Botella. Sin el ejército.

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